Rosebud

Miedo sólido

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 29 de septiembre 2025, 23:50

El sociólogo Zygmunt Bauman acuña el término 'miedo líquido' para situarlo en el vértice de nuestros horrores. Alude a ese desasosiego emanante de lo desconocido, ... de la amenaza que se presiente antes que se siente, se huele pero no se ve, enfrentada su víctima a un monstruo transparente, más conceptual que real, apenas perceptible a través de indicios: el vello erizado, un repentino bloqueo mental o ese pulso chisporroteante que anticipa el vacío. Yo, sin embargo, siempre lo preferiré al que por contraposición podríamos llamar 'miedo sólido', el que inspira el enemigo explícito del que lo sabes todo, quién es, cuáles son sus armas y cuándo asomará. El hombre del saco de nuestros abuelos. O aquel tren de la bruja de la niñez, feroz pese a encerrar poco misterio: la lona de color negro pesadilla y tras ella el tipo desgarbado de la careta que globo en mano repartía con desgana raciones de coscorrones. Ante el miedo la información es tormento, y alivio la incertidumbre. Si vienes a amargarme la vida, hazlo sin avisar y ahórrate las presentaciones.

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¿Cómo son tus miedos? Ya querrían ellos sufrirlos líquidos, pero las llagas de la memoria se los solidificaron por más que su naturaleza, agua y barro, invite a pensar lo contrario. Cae la undécima hoja del calendario y, con el cielo de septiembre desangrándose como sólo el de octubre sabe hacerlo, los fantasmas rompen la membrana de lo onírico. A Francisco veranear en Cullera no le gusta. O gustaba, porque este año avanza el otoño y todavía no ha regresado a Albal. Demasiados espectros para ignorarlos. La macabra convicción de que volverá a pasar. Miedo. Sólido como el que niega Blanca, fracasada en su intento de encriptar las emociones al recordar aquella noche en Benetússer: el hombre y la niña desaparecidos entre las aguas, todo ante sus ojos, nada más ceder el muro al que se encaramaban, las palmas al cielo suplicantes de un auxilio que nunca llegaría; o la falta de explicación para el golpe de fortuna que condujo a su marido a no bajar al garaje con la mano ya en el pomo de la puerta. También sólido es el miedo de los padres de Inés, impreso en el pesimismo del «no servirá de nada» con que remachan el último clavo de los tablones llamados a ser dique en la puerta de su casa de Aldaia. Pavor tangible como el de los vecinos que cuelgan sus coches del cielo, metaforizado en los puentes, para alejarlos de la tierra incierta, o el de las familias acopiadoras de víveres con el mal rollo agarrado a la garganta cual moto a su curva. El miedo no abandona territorio conquistado, y esa perseverancia lo vuelve ingobernable.

Luego está el otro pánico, de alto copete, mimetizado con el torrente de reacciones que en este contexto aparentan delaciones. Es el miedo de quien se sabe examinado y en periodo de recuperación; en septiembre, el mes que el imaginario reserva al mal estudiante que no aprobó cuando tocaba y ya ha agotado su talonario de justificantes. Lluvia antes de la lluvia: de mensajes y alertas, de advertencias y consejos. Un año -menos un mes- de prédica en el desierto no sirvió para adecuar cauces y barrancos, pero sí acicateó la tendencia a la autoprotección entre quienes deberían protegernos, atentos a no perder comba en el reparto de pieles de cordero. Su miedo, también sólido, viene con temporizador. Y desagua en una urna.

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