Rosebud

El asiento trasero del coche

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 26 de mayo 2025, 23:22

Centro comercial Gran Turia. 22 de mayo. 9:50 horas. Es negro de arriba abajo, no arlequín como mi Kenya, aunque ambos comparten esa histeria ... propia de todos los teckel cuando intuyen que algo no anda bien. Jadea, lengua colgante, mientras recorre de punta a cabo los confines de ese asiento trasero convertido en sauna, un púgil grogui en busca de las cuerdas que amortigüen su derrota. Frente a la ventanilla, cerrada hasta el tope, cristal de horno que alimenta el sol, una responsable de seguridad pide instrucciones por el walkie. «Alguien ha dejado un perro encerrado en el coche», comunica antes de dirigir un lamento desesperado hacia la clienta que dio la alarma: «Si para ellos son objetos, que no los tengan». Veo la escena y sólo pido que sobre la osamenta de ese animal, no el infeliz cuadrúpedo que boquea en pos de oxígeno sino el bípedo que lo abandonó en su potro de tortura, caiga todo el peso de la ley. Por incívico. Por imbécil.

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Abrigo pocas obsesiones, pero esta es una de ellas. La responsabilidad de meter un perro en casa, esa exigencia tan próxima a la paternidad; el gasto en salud, alimento, utillaje o peluquería; los paseos a desgana; las riñas con el vecindario cada vez que su inevitable animalidad litiga con nuestros usos sociales; las vacaciones condicionadas y el sobreesfuerzo por mantener la higiene del hogar; la obligación de educar a quien siempre será dependiente; las puertas arañadas, los cables mordisqueados, el ladrido a deshora si te sale respondón... Todas estas molestias las asumes libremente, quizá para complacer a un niño malcriado que antes del cambio de estación ya no le hará ni caso, y tu compromiso voluntario adquiere valor de contrato. Si para los que buscan decoración floral sin complicaciones se inventó la planta artificial, cómprate tú un peluche, te lo sugiero con pilas para que gruña y hasta mueva la cola, pero no atormentes a un pobre animal. Además de la inaceptable crueldad, es un acto de cobardía. Tienes el poder, la superioridad intelectual y la tranquilidad de saber que, por profunda que sea tu bajeza moral, él nunca la tendrá en cuenta.

No sé cuántos amigos acabaré acumulando, pero presumo de haber disfrutado ya de cuatro de los mejores. Linda, más hermana mayor que perra, fue paño de lágrimas cada vez que la edad del pavo me arrinconó en la incomprensión. Chispa ejerció de compañero, soportó estoico mis malos momentos y me enseñó a empatizar. Quid pro quo. Cuando la salud le hizo perder el paso tuvo en mí hasta el fin su muleta. A Nube, privilegios de benjamina, me dediqué básicamente a mimarla, aunque es ahora Kenya quien disfruta del genuino consentimiento reservado a los nietos. Hoy sé que mi vida habría estado incompleta sin ellos.

Asistimos a un pulso permanente entre quienes humanizan a los perros y aquellos a los que, no sabría decir por qué, molesta esta afinidad, cuando no les incita a la risa. Milito orgulloso entre los primeros y los segundos me la traen al pairo; sólo falta que venga un entrometido, supremacista y pacato, a decirme a quién puedo querer. O llorar. O hasta dónde es tolerable mi desviación. Los que sí me preocupan son los híbridos, esos que piensan como estos últimos pero se infiltran entre los míos. Su insensatez suele acabar en abandono. O en maltrato en el asiento trasero de un coche.

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