El diccionario de la RAE define la envidia como «tristeza o pesar del bien ajeno». Se cuenta que existe un experimento social en el que ... se les propone a dos personas la alternativa de incrementar sus honorarios en cien euros a cada uno, o bien en ciento cincuenta para uno y doscientos para el otro. Pues se da el caso de que eligen la primera opción, aun cuando comporte recibir menos dinero porque no soportan la diferencia de cantidades recibidas por el otro. Parece mentira pero es así, aunque resulte un comportamiento verdaderamente sin sentido porque con la envidia no se consigue nada; como dice Quevedo, «va tan flaca y amarilla porque muerde pero no come». En efecto, es una actitud absolutamente estéril que no conduce a nada bueno sino -como decía Cervantes- «a disgustos, rencores y rabia». Si lo pensamos bien, el mecanismo psicológico que se produce es que ese aparente triunfo de determinadas personas que concurren al entorno personal del envidioso envenena su interior, poniéndole de manifiesto un cierto desequilibrio o inestabilidad que hay en su vida. En fin, es un defecto que surge de un profundo desasosiego del espíritu muy propio de gentes que, por la razón que sea, en algunos ámbitos o cuestiones de la vida no se estiman a sí mismas. En consecuencia, será difícil que el envidioso llegue a ser feliz porque cuando el hombre se siente a sí mismo inferior por carecer de ciertas cualidades, procurará entonces afirmarse ante sí mismo pero a costa de negar la excelencia de aquellas otras cualidades que sí tiene el de enfrente.
Publicidad
Ortega decía de estas personas que «cuando se quedan solos, les llega de su propio corazón bocanadas de desdén para sí mismos... Y hay profesiones en las que más se nota esto: escritores, profesores y políticos sin talento son el Estado Mayor de la envidia». Sin embargo, en mayor o menor medida, todos estamos expuestos a sufrir la mordedura de ese defecto del corazón. No en vano existe un antiguo refrán que dice que «si los envidiosos volaran, apenas podríamos ver el sol». Es más, Cervantes calificó la envidia como «la carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males». Y yo añadiría que la envidia envilece a la persona.
Pero lo importante es poder salir de ese pozo de tristeza y frustración. Si uno consulta el ChatGPT, nos da ciertas pautas para ello: reconocer la emoción sin juzgarte, cultivar la gratitud, transformar la envidia en inspiración, trabajar en tu autoestima, reducir las comparaciones innecesarias y, por último, practicar la compasión. Y bien están tales consejos, pero yo creo que lo que hay que resaltar es que la meta de todo hombre está en poder llegar a ser feliz; y como el envidioso no lo es, al menos en ciertos momentos o ámbitos de su vida, su objetivo principal ha de ser «convencerse» de que nadie tiene unas cualidades que desmerezcan otras que son las que pueda tener él. En definitiva, el balance que hay que mirar es lo que se es y no lo que se tiene. Ahora bien, para que el envidioso llegue a asimilar esto, es preciso que dedique unos tiempos de silencio a lo largo de su vida, convivir consigo mismo y convencerse de que la felicidad consiste en el desarrollo máximo de las potencias de nuestra alma. Y esto es así porque es en la base del alma donde uno se reconcilia verdaderamente consigo mismo.
En efecto, el remedio para la envidia hay que buscarlo en las regiones más arcanas de nuestro ser. Pensemos que se trata de una pasión ínsita al ser humano que la padece desde sus orígenes más remotos. Ya en el libro del Génesis se cuenta que Caín mató a Abel por envidia y celos; pues cuando Dios miró con agrado la ofrenda de Abel y no aceptó sin embargo la de Caín, éste se llenó de ira y tristeza asesinando a Abel en el campo. Para terminar, quisiera recordar una frase del poeta Antonio Machado que yo tengo enmarcada en mi memoria: «Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre».
Suscríbete a Las Provincias al mejor precio
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión