Al hacerse público el fallo de la sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general del Estado por un delito de revelación de secretos, ... hemos descubierto actitudes más propias de un gobierno despótico que de un gobierno democrático. Algunos periodistas o juristas han llegado a decir que la condena es injusta por no sustentarse en pruebas constatadas debidamente en el proceso, por ser la decisión de una sala dividida que expresa la voluntad de magistrados conservadores. Lo grave es que algunos miembros del gobierno han calificado el fallo como «político» al basare en un intento de interferir en la vida democrática. Como si la actividad de los tribunales no formase parte de la vida democrática, como si la separación de poderes no fuera un principio constitutivo, como si la estructura de un estado de derecho se redujera el poder ejecutivo o legislativo y el judicial no fuera constitutivo del «estado de derecho».
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Incluso han dicho que asistimos a un golpe en toda regla. Algunos han llegado a decir que no aceptarían que el 'estado de derecho' se use para desestabilizar a un gobierno legítimo. El propio presidente Sánchez ha dicho: «Hay que defender la democracia de aquellos que creen poder tutelarla». Con la pretensión de atribuirse la exclusividad en la defensa de las instituciones y sus principios, se permite lanzar sospechas sobre las actuaciones del tribunal. Este tipo de errores no son involuntarios o conceptuales, sino explícitos e intencionales de quienes practican el poder desde su todopoderosa voluntad soberana, claro ejemplo de lo que en ética política llamamos «despotismo». Y lo hay de muchos tipos, desde el despotismo blando de quienes intentan de forma paternalista tratar a los pueblos como menores de edad, hasta el despotismo tiránico que trata a los pueblos como rebaños.
El despotismo al que estamos asistiendo ya no es ni duro, ni blando, es sencillamente inadmisible. Aunque Appelebaum o Zakaria calificarían estos regímenes como iliberales o autocráticos, su modo de ejercer el poder, la forma de tratar a los adversarios, el poco respeto de las reglas democráticas, la escenificación de la voluntad de poder nietzscheana ante los medios y la falta de escrúpulos en las prácticas políticas cotidianas lo convierten en moralmente inadmisible. Cuando conozcamos con detalle del fallo del tribunal comprobaremos que estos magistrados se están tomando la democracia en serio. Sin miedo, y con el debido respeto ante una moral ciudadana achicada, el fallo emitido por el Supremo quizá sea un signo de esperanza con el que comienza el Adviento.
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