El atleta con Asperger que rompe récords
Joan Querol, valenciano, consiguió ser uno de los primeros deportistas sub-20 que consiguieron un oro en el campeonato de Europa
Marcos Sánchez
Valencia
Domingo, 31 de agosto 2025, 00:51
En una cuna hospitalaria, nacer antes de tiempo y el rosario de incertidumbres que tiene ser prematuro. Continúa con una condición —síndrome de Asperger— que ... colorea la manera de estar en el mundo: la gestión de estímulos, los rituales, las dinámicas sociales. Y se cruza con un colegio donde la diferencia, a veces, se recibe con crueldad. Hubo episodios de bullying, etapas de desmotivación, días en que el ruido exterior parecía más alto que la voluntad. «La palabra es resiliencia», dice sin solemnidad, Joan Querol, recientemente ganador de una medalla de oro en el Campeonato de Europa de marcha en Finlandia convirtiéndose en uno de los primeros atletas sub-20 de la Comunitat con un éxito así. No niega los factores que no controla; tampoco los convierte en coartada. «Está claro que va a haber cosas que se salen de tu control y es cuestión de suerte, pero si el trabajo está ahí, si sigues día a día, al final consigues buenas cosas. Y si no, tienes que estar satisfecho con el trabajo que has hecho».
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El atletismo, en ese contexto, se convirtió en estructura. Más que un talento, una rutina. Empezó a los siete años en las escuelas del Valencia Club Atletismo, jugando a ser velocista, saltador, lanzador y marchador en tardes que mezclaban técnica y juego. Aquella pedagogía inocente construyó un hábito: llegar a la pista a la hora, cumplir el plan, sumar sin prisa. La élite irrumpió más tarde. Antes, hubo un bachillerato cuesta arriba —«prácticamente no entrenas», concede— y esa mezcla de cansancio mental y físico que provoca estudiar muchas horas sentado. La vuelta a entrenamientos de calidad trajo el progreso: más carga específica, mejores sensaciones, confianza.
Su semana tipo ahora es un engranaje: sesiones de rodaje controlado, trabajo técnico de marcha, series que enseñan al cuerpo a soportar el ritmo objetivo y fuerza aplicada para sostener la postura, estabilizar cadera y proteger la zona lumbar, vital en la especialidad. No hay atajos. Se mide, se registra, se corrige. En cada bloque, la técnica es ley: rodilla extendida, contacto continuo, cadera suelta, braceo que acompaña en vez de estorbar. La cabeza se entrena leyendo la carrera, aceptando el estrés de las pizarras y entendiendo la diferencia entre ir «valiente» e ir «pasado». A ratos, el entrenamiento parece un laboratorio; otras veces, un taller artesanal.
El equilibrio con los estudios no siempre fue fácil. Empezó Ingeniería Informática: «la entendía», dice, pero el calendario y la carga mental chocaron con un año deportivo que aceleraba. «Ha venido todo un poco de sopetón. He sacado el año deportivo muy bien y el académico… bastante mejorable, pero entendible». La decisión de girar hacia Fisioterapia no fue capricho. Le atrae comprender el cuerpo, traducir sensaciones en decisiones, reconocer el lenguaje de la fatiga y la lesión. «Visualizo mejor las cosas en fisio que en ingeniería informática». Sabe que no es un paseo: anatomía, biomecánica, prácticas. Pero también intuye que ese conocimiento dialogará con su carrera en la pista y, algún día, con su legado fuera de ella.
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Su vida fuera del atletismo
Para no vivir atrapado en el cronómetro, cultiva respiraderos. En verano cambia la pista por la arena de la playa, donde juega al voley con amigos: coordinación, risa, sol y nada de pizarras. O se escapa en bici por los caminos de Alberic, sumando kilómetros sin obsesión por el ritmo. En casa, un simulador de Fórmula 1 le permite competir sin salir del salón: reflejos, estrategia, concentración. Y está la fotografía, su refugio silencioso. Con una cámara heredada de sus padres, llena tarjetas en el velódromo en invierno y en controles de verano. «La fotografía es una manera de ver la vida», explica. Mirar por el visor le enseñó a componer, a esperar, a encontrar orden en el ruido. No es muy distinta la paciencia que exige la marcha.
El siguiente escalón es la media maratón de la marcha: 20 kilómetros en sub-23. Sabe que no es un «10» duplicado. «No es hacer un diez dos veces: es mucho más». Lo comprobó en el Gran Premio de Cantones: primeros cinco kilómetros a un ritmo alto pero controlado, luego un vaivén de apretar y aflojar que convierte la prueba en un juego de recursos. La táctica se vuelve elástica; la técnica, un salvavidas cuando la fatiga aprieta. Blindar la economía de gesto, aprender a sufrir en otra frecuencia, llegar con piernas al último tercio y tener un cambio útil cuando los demás ya no lo tienen: esa es la hoja de ruta. Para eso están los próximos dos años.
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La ambición de unos Juegos Olímpicos
Hablar de ambiciones obliga a mirar el contexto. España es potencia en marcha desde hace décadas. La competitividad interna es un espejo que motiva, pero también un techo alto que obliga a escalar más. «Juegos Olímpicos no es fácil para absolutamente nadie», avisa. No dramatiza: lo toma como realidad que calibra objetivos. Trabajar con absolutos en concentraciones, «pillar cositas», observar cómo gestionan los cambios de ritmo y el estrés: también de ahí se aprende. Y recordar que en pruebas largas el talento bruto rara vez basta; cuenta más la capacidad de sostener un plan cuando el cuerpo manda señales confusas.
La pregunta inevitable es Los Ángeles 2028. Faltan tres años, que en la vida deportiva son un mundo. Su respuesta equilibra ambición y prudencia. «Nunca digas nunca. Hay que ir tachando objetivos a corto y medio plazo». 2026 y 2027 serán, si todo va como debe, años para asentarse en los 20 km, viajar, competir fuera, sumar experiencia. 2028 dirá si el salto es posible. Y si no lo es, habrá 2032. El mensaje es claro: el trabajo no caduca si el resultado no llega en la fecha que soñaste. «Si llega, llegará. Y si no, hay que continuar con el trabajo… Hay que estar satisfecho a pesar de que los resultados no lleguen».
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El día después del oro no trajo épicas grandilocuentes. Llegaron mensajes, llamadas, una cena sencilla, una maleta por deshacer. Hubo descanso activo y, sobre todo, un «debrief» con el entrenador-padre: qué salió, qué mejorar, en qué vuelta se fue el último miedo, por qué el cambio final funcionó. La medalla, colgada en el salón, es símbolo y recordatorio. Sirve para agradecer y para volver a empezar. «Hemos aprendido a separar los momentos», explica. Si hay discusión, muere en la pista. Si hay celebración, pertenece a todos en casa.
Cuando se le pregunta cómo quiere que lo recuerden dentro de diez o quince años, no habla primero de marcas. «Quiero que se me recuerde como un buen amigo, un buen hijo, una buena pareja. A nivel personal, no solo como atleta». Deportivamente, acepta la lógica de la vida: los récords caducan, las listas cambian, siempre llega alguien más rápido. «Llegará alguien que me desbanque», admite sin drama. Lo que sí quiere que perdure es una idea: «que he dado todo por el deporte y que no me he dejado vencer». No es una pose: cualquiera que haya pasado una temporada completa con rutinas, pequeñas renuncias y entrenamientos cuando nadie mira sabe que ahí está la verdad del alto rendimiento.
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Deja, por último, un mensaje dirigido a chicos y chicas que comparten su condición o que sienten que la diferencia les pesa como una piedra en el bolsillo. «Convierte una condición que a priori es una desventaja en una ventaja», propone. En el trastorno del espectro autista, la rutina puede ser aliada. Hacer del deporte un hábito consistente quizá sea más natural. No hace falta soñar con el profesionalismo para que merezca la pena: el deporte devuelve salud, orden y una autoestima más serena. «Hay que conocerse muy bien a uno a sí mismo, confiar y seguir luchando», dice. No promete finales felices ni fórmulas mágicas. Promete trabajo, que es lo único que está siempre de su lado.
Una final para el recuerdo
Tampere quedará como una foto fundacional, una memoria que se repite con detalles nuevos cada vez que cierra los ojos: la voz de su padre-entrenador en la curva, el murmullo del público tras la segunda tarjeta, una zancada especialmente suelta a falta de cinco vueltas. A partir de ahí, todo es de nuevo presente: estudio, familia, amigos, series, fuerza, descanso, volver a empezar. El oro no fue un punto final. Fue un punto y seguido. Y en ese seguir, con el ruido bajo y la brújula fija, es donde se cuece de verdad una carrera deportiva.
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En el relato de aquella final europea en Finlandia, hay detalles que aún vibran con intensidad en su memoria y que rara vez se cuentan: las últimas cinco vueltas, por ejemplo, fueron un pulso táctico de alta tensión contra el italiano Disabato. Cada cambio de ritmo era un reto calculado: apretar cuando el rival aflojaba, resistir cuando lanzaba un ataque, sin copiarle la estrategia porque hacerlo habría sido un suicidio deportivo. «Sabía que si intentaba responder a cada acelerón, me hundía. Tenía que medir, ser paciente y esperar el momento», recuerda. Esa madurez táctica no nace de la nada: se forja en carreras previas, en errores cometidos cuando quiso ir a por todas demasiado pronto y pagó el precio.
También hubo que lidiar con la presión de las tarjetas: la segunda amonestación llegó demasiado temprano, cuando el podio estaba aún en juego. Ahí asomó una de las enseñanzas que más valora de su padre-entrenador: no improvisar en el caos. «Hemos trabajado mucho en seguir el plan, aunque el entorno te grite lo contrario. No puedes permitir que la ansiedad de los rivales o la tensión de las pizarras te saquen del guion», explica. Ese temple, mezcla de frialdad y confianza, fue su verdadero oro antes del oro.
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La relación con su padre es uno de los pilares menos visibles de su éxito. Al principio, cuando el nivel era más bajo, la línea entre la pista y el salón de casa era difusa. Las discusiones del entrenamiento se colaban en la cena; las preocupaciones familiares salpicaban las series. Aprendieron a compartimentar, a saber cuándo hablaba el entrenador y cuándo el padre, y sobre todo a escucharse. «Es un proceso. No siempre ha sido fácil, pero creo que ahora sabemos apagar la pista cuando llegamos a casa y viceversa», resume.
Más allá de las marcas, hay un aprendizaje que le gusta compartir con otros jóvenes: la marcha —y el atletismo en general— es una escuela de paciencia y de lectura. No solo se trata de entrenar el cuerpo: se trata de leer la carrera, de aceptar que no siempre gana el que más talento tiene, sino el que menos se equivoca. Y eso, cree, es una lección que vale para la vida.
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De cara al futuro, su discurso evita la épica hueca. Sabe que el salto a los 20 km sub-23 será un territorio nuevo, con sus propias trampas: la gestión de la fatiga, las oscilaciones de ritmo, la importancia de llegar entero al último tercio. Y sabe también que los Juegos Olímpicos son una aspiración, no una garantía. Lo que sí es seguro es el camino: competir fuera, aprender de los absolutos, viajar y equivocarse con margen de corregir. El calendario marca 2026 y 2027 como años de construcción; 2028 dirá si la puerta se abre. Y si no, habrá otras fechas.
Su mensaje final es quizá lo más valioso: para quienes, como él, crecieron sintiéndose distintos, el deporte puede ser un aliado inesperado. La disciplina que a veces se ve como rigidez en el Asperger, puede convertirse en estructura y motor. «No todos llegarán a ser profesionales, pero todos pueden sacar algo bueno: orden, autoestima, amigos, salud», repite. Él ya lo ha comprobado: la marcha le dio una medalla, sí, pero sobre todo le dio una brújula.
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