Rafael Paula en Valencia: en la tertulia y en la arena
La muerte del torero ha revivido su leyenda a mayor gloria del personaje porque hay que convenir que este Paula, además de diestro, ha sido un personaje que cautivó no solo a la afisión sino también a la clase intelectual del momento
La muerte de Rafael de Paula ha revivido su leyenda a mayor gloria del personaje porque hay que convenir que este Paula, además de torero, ... ha sido un personaje que cautivó no solo a la afisión sino también a la clase intelectual del momento. Los medios se han lanzado a glosar su personalidad. Gitano de Jerez, cuestión que por sí sola imprime carácter, torero de inspiración, de mucha novela, pocas/ninguna facultad física, consecuencia de unas rodillas maltrechas que le forzaban a torear con los brazos y con las muñecas, que es fundamento que trajo al toreo su padrino, nada menos que Juan Belmonte, y poseedor, el Paula, de lo que él mismo denominaba soplo -«yo tengo soplo, que es algo que muy pocos han tenido», reivindicaba con orgullo, condición que es virtud exclusiva de los de su raza y que cuando el periodista equiparaba a misterio, a un no se qué que acompañaba a algunos elegidos, aceptaba a regañadientes «Pues bien, ese misterio que dice usted lo tengo yo», remachaba, así que no seré yo quien le niegue tal tesoro.
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La historia de Rafael con Valencia no es muy extensa, pero tiene pasajes de interés y singularidad. Toreó cinco tardes como matador, no cortó ningún trofeo, cuestión que al propio Paula y a sus acérrimos les traía un tanto al pairo. «No hubo grasia, no embistieron», dirían entre ellos a Agustín Fernández, banderillero valenciano al que sorprendí alguna vez que otra rezándole a una imagen del torero y no creo que fuese el único que practicase tal suerte de idolatría personal, tal era la devoción que generaba Rafaé.
De esas cinco tardes, la más célebre fue la del 19 de marzo de 1985, en la que se anunció como la «corrida del arte» con un cartel obra de Ramón Gaya, precioso, que además de publicitar el festejo era una declaración de intenciones de los promotores - Diputación y el grupo Casas, Espinosa, Patón- que ese año encargaron obras promocionales al Equipo Crónica y a Eduardo Arroyo, entre otras grandes firmas, con el propósito de enganchar los toros directamente con la movida intelectual y la gauche divine del momento con la intención de darle una nueva imagen a la tauromaquia. Seis toros para seis toreros que tenían ese reconocimiento especial: Antoñete, Curro Romero, Rafael de Paula, Curro Vázquez, Pepe Luis Vázquez y el valenciano Luciano Núñez, que a la postre fue el único que cortó una oreja, de lo que se desprende que no hubo grasia ni tampoco especial colaboración de la autoridad que había tomado partido político en la cuestión.
A Rafael le conocí personalmente un invierno de 1985. Anteriormente, como aficionado, presencié en Madrid su célebre confirmación de alternativa la tarde en la que con un quite a la verónica, tres lances y una media, puso al toreo entero en pie. En Valencia apareció más misterioso que nunca, si es que ello hubiese sido posible. Una poblada barba le confería un aire profético y no acababa de disimular su perfil anguloso de gitano puro. Sus ojos se me antojaban más que escudriñadores, diría que recelosos, como queriendo averiguar aquello a donde la palabra no puede llegar. Vino para presentar la primera edición de la revista Quites, que había decidido poner en marcha la Diputación de Antonio Asunción que, junto a Enrique Múgica, eran aquellos días los inspiradores de una operación que debía impedir que el toreo quedase desenganchado de los movimientos culturales del momento El propio Paula había publicado sus reflexiones de torero y aficionado en un tríptico editado simultáneamente que recogía un poema inédito de José Bergamín sobre el jerezano:
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Rafael de Paula torea
con la izquierda al natural
lo mismo que Manuel Torres
cantaba la soleá.
Y cuando le da la gana
perfila con el capote
la seguirilla gitana.
En el acto principal del programa, Paula aliña en su intervención pública y huye de los periodistas. Argumenta que tiene poco que decir, que lo suyo es torear y no hay «entendimiento» en los primeros y forzados contactos con la prensa. «Usted y yo no tenemos nada que hablar», le espeta rotundo a un colega que le pregunta a botepronto por su situación familiar. Poco después se perdía por la ciudad con un grupo de amigos.
La superstición jugó en este caso a nuestro favor. Era martes y trece, y el matador había decidido no viajar en la para él tan intranquilizante fecha. Dedicó el día a conocer la ciudad, visitó una fábrica de cerámica, compró soldaditos de plomo para su hijo y se mostró prácticamente ilocalizable para el periodista. Daba la sensación que su instinto le alejaba inconscientemente del entrevistador.
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Al final hubo suerte. Le encontré sentado en torno al velador del Malvarrosa, un viejo café de la Valencia antigua, con los veladores de mármol, que regentaba Tomás March y su esposa Salomé, en el que hacíamos tertulia numerosos intelectuales, aficionado su esposa Salomé, en el que hacíamos tertulia numerosos intelectuales, aficionados además de toreros y políticos que entonces volvía a ser un maridaje vanguardista: Paco Brines, Carmen Alborch, Carlos Marzal, Juanmi, Montoliu, Chavalo, que tenía la doble autoridad de torero y pintor, y otros muchos… Rafael asistía aquel día ensimismado a la tertulia, sólo intervenía de tarde en tarde y parecía estar a gusto, hasta que notó mi tertulia, sólo intervenía de tarde en tarde y parecía estar a gusto, hasta que notó mi presencia y mis intenciones.
«Hombre, yo es que tengo la costumbre de no conceder entrevistas, dejémoslo», respondió a mi propuesta. «Toma una copa...»; «no bebo», le contesté. Paula escuchaba a los contertulios con apostura patriarcal. Ya no viste el traje de raya diplomática del día anterior, ha variado su indumentaria por cazadora ajustada y un pañuelo anudado con gracia al cuello a la vez que pelea disimuladamente con un puro que ya resistía a arder. Le sorprendí varias veces mirándome fijamente como si quisiese averiguar mis intenciones y quise entender que la entrevista era más posible que al principio. Estaba y no estaba en la conversación, y fue perdiendo poco a poco los recelos hasta aceptar charlar con el periodista. Fue una conversación informal, de la que no tomé notas por no romper la espontaneidad del matador.
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Habla, me dije, con la misma despaciosidad que torea, en ocasiones juega con las palabras, las mece, vuelve sobre sí mismo para buscar el término exacto que exprese su idea: son palabras muy sencillas, muy alejadas de la grandilocuencia al uso en quienes pretenden filosofar o emitir juicios definitivos, y en cambio cautivan. Me recuerda su apostura para torear a la verónica, esos segundos que preceden al encuentro con el toro en que parece buscar el tacto del capote y afianzarse en sí mismo, para que luego brote el lance o en este caso la frase exacta, difícil y sencilla. Ese era el Paula.
Comencé preguntándole por Juan Belmonte. Tema recurrente pero igualmente apasionante dados los protagonistas.
-Belmonte, sí... yo tuve el privilegio de torear para él. Muchas tardes toreaba sólo para él en Gómez Cardeña, su finca. También estaba el conocedor (que es como en la baja Andalucía se conoce a la figura del mayoral).
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-Le gustaba verte torear, todo el mundo lo sabe.
-Eso parece.
-Daba sensación que el tema le causaba cierto rubor, pero poco a poco lo fue aceptando.
-Sí, es cierto que mandaba el coche a buscarme y si en alguna ocasión yo no estaba en casa, el chófer me esperaba. Era un coche negro, no recuerdo la marca, de esos que terminaban en una joroba redonda. Cuando llegaba a Gómez Cardeña, le decían: Ya ha venido el chiquillo, y se levantaba de la siesta. Le recuerdo saliendo de la habitación por un pasillo muy largo, llevaba la calzona y unas zapatillas de estar en casa. En ocasiones, muchas veces, estaba acompañado de sus amigos, de Sebastián Miranda, de Cossío, de Conchita Cintrón...
El tema Belmonte parece apasionarle a la vez que hay que insistirle para que hable, siguiendo lo que era el hábito de su padrino, pocas palabras y muchas sentencias.
-Él también hablaba poco, sí. Nadie se puede decir que le hiciese preguntas; él estaba por encima de todo. Hablaba sólo cuando quería. Tenía un sentido de la ironía tremendo y lo poco que hablaba eran sentencias. Las conversaciones casi nunca eran de toros con sus amigos, hablaba de sus vivencias, de anécdotas. Yo lo que hacía en aquellas situaciones era escuchar y mantener una postura de máximo respeto. Yo toreé con caballos porque me autorizó él, me puse el nombre que él decidió y aprendí a torear con los consejos que me daba él y que yo procuraba que no se me olvidasen.
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-En cambio, nunca vio torear a Juan que como mucho bajaba al burladero.
-Casi siempre se quedaba en el palco, el que daba al salón donde estaba el cuadro de Zuloaga. En esa época a mí me cogían las becerras y él me decía las cosas, lo que tenía que hacer, dónde me tenía que colocar... bueno, me lo decía si no había invitados.
La vocación torera de Rafael de Paula fue algo así como un flechazo. Hasta los dieciséis años no había visto nunca una corrida de toros, y a los diecisiete debutó con caballos. Descubrió el toreo un buen día que se coló en la plaza de Jerez, donde se despedía de novillero el mejicano Joselito Huerta. Ese día decidió ser torero. Hasta entonces nunca se había preocupado de los toros. Vivía más cerca del ambiente familiar; su padre era cochero, «el mejor», se ha apresurado a puntualizar, y el joven Rafael ayudaba limpiando las guarniciones. Un año después debutaba con caballos. «Lo hice con permiso de Juan Belmonte, que dio el visto bueno. Yo había toreado muy poco y cuando se lo propusieron a él no le pareció bien, pero le habló su hermano y los amigo, le dijeron que había toreado mucho en el campo, que estaba preparado y dijo que bien. Debuté con una novillada suya.
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Paula se había vestido de luces por vez primera en Ronda, donde años después Aparicio y Ordóñez le darían la alternativa, y sólo toreó tres festivales más antes de debutar con caballos. En Ronda lo anunciaron como Rafael Soto «El Jerezano», pero aquello no sonaba bien. «Es cierto. Por eso cuando se decidió mi debut se pusieron a pensar cómo me anunciaban. A mi padre le llamaban Paula y también a mi hermano, por llamarse Francisco de Paula y fue por eso que a Cossío se le ocurrió el anunciarme a mí como Paula. Belmonte, en principio, dijo que no podía ser, porque yo era Rafael y no Francisco; pero insistió Cossío, y cuando Belmonte escuchó lo de Rafael de Paula, aceptó, dijo que bien, que adelante».
Asegura que de haber visto torear a Belmonte hubiese sido partidario suyo, «yo creo que sí, seguro», incluso por delante de los toreros gitanos. «Yo no he visto tampoco torear a los grandes toreros gitanos que han hecho historia. Me hubiese gustado mucho verlos. A Cagancho lo conocí en Méjico, dicen que fue el que mejor toreó a la verónica».
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La charla ya dijimos que se desarrollaba de una manera informal, espontánea, insisto que sin tomar notas, para entonces tengo la sensación, estoy seguro, que Rafael había perdido ya todos los recelos con el periodista y era sincero en sus opiniones. Defendía la técnica de los toreros artistas. «Para torear bien hay que tener técnica. Eso de que yo no tengo técnica es un sambenito que me han colgado. Yo sé todo lo que hay que hacerles a los toros».
-Los toreros que sabéis torear despacio... comienzo a decirle y me interrumpe.
-El torear despacio no es patrimonio de ningún torero. El torear despacio lo decide el toro. Es mentira que haya toreros que toreen despacio; es el toro quien lo permite o no. El torero lo que tiene que tener es cabeza para ver el toro que le permite torear despacio. Yo quiero torear siempre despacio, pero me lo tiene que permitir el toro, como a todos. No existe el torero con la varita mágica de reconvertir un toro que embista violento en otro que embista despacio. Como mucho, se puede acompasar.
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La conversación en el Malvarrosa continuó incluso ya de vuelta al hotel. Ni que decir que para entonces el periodista, servidor, era ya tan paulista como el banderillero Agustín.
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