Albaes, la magia que se canta y se siente
Un himno a la identidad de la Comunitat que hunde sus raíces en la tradición rural, donde el fervor religioso convive con la emoción que se expresa a través de la música
Es un sonido medio atonal, casi telúrico, que opera en el alma valenciana como el detonador de emociones muy viscerales, tan enraizadas en nuestra identidad ... como otros símbolos de esta tierra. Los sentimientos que activan las voces de quienes rompen el silencio mientras van atacando estrofa por estrofa cada canto, según ese ritual mágico mil veces ejecutado, siempre conmovedor. Luego de atender las palabras susurradas a su oído por su compañero, Boro de Paterna, discreto y ocurrente versador, irrumpe la magia convocadas por los cantantes. Suenan la dolçaina que esgrime Paco y el tabal que enarbola el joven Lluís. La multitud enmudece y el tiempo se congela.
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Estas líneas sirven de preámbulo al argumento central de las que siguen: entender las albaes como puro ADN valenciano, a partir de los efectos curativos y también evocadores que distinguen a la música en general y a estos cánticos en particular, de profunda raíz huertana florece, merecedora también del interés de la academia: es el caso, por ejemplo, de los volúmenes 'La música popular en la tradició valenciana', obra de Fermín Pardo, o de 'La música tradicional valenciana: Una aproximación etnomusicológica', que escribió Jordi Reig, sendos proyectos del Instituto Valencià de la Música que suman rigor científico a la intención clave que detona este reportaje: ofrecer a las albaes el tratamiento propio de otros hitos culturales de esta tierra, de similar relevancia, que gozan tal vez de un mayor prestigio.
Cantantes y rimador, al servicio del ritmo del tabal y el sonido de la dolçaina: un cántico en cinco versos
Nacido según las teorías en L'Horta por el siglo XVII que recuerda a otros sonidos como el flamenco, la música africana y el blues
¿De dónde proceden por cierto? ¿Desde cuando suenan en nuestros oídos estas rimas tan sugerentes, sus ingeniosas letras? Explica Juste que las albaes «parece que pudieran nacer en la zona de L'Horta, aunque luego se extienden por las comarcas centrales de la Comunitat». Hay por lo tanto réplicas de igual mérito en la Costera o en la comarca de la Ribera. «Incluso en la Safor, el Camp de Morvedre, el Camp de Turia y por comarcas del interior de Castellón», añade. Todas estas manifestaciones nacidas de la veta madre son igualmente albaes, precisa, «aunque con otro tipo de temática y otra manera de cantar». Puede que sean incluso una manera de estar en el mundo, en aquella tierra de nuestros antepasados donde las albaes triunfaron asociadas a su cometido original, que por algo fueron bautizadas con ese nombre: se entonaban cuando amanecía, como un canto de ronda, recuerda Juste, y remiten por lo tanto al tiempo en que esa práctica de cortejo tenía un sentido superior al actual. Una costumbre que se practicaba («Y aún se practica», añade) «para ir a agasajar a los festeros del pueblo, a los clavarlos de una determinada fiesta y a las novias».
Un protocolo que ha ido mudando con los años Ahora es habitual que escuchemos albaes en bodas y otros ritos religiosos y civiles, aunque el fondo de su arte sigue siendo el mismo, ejecutado según una técnica conmovedora, que emparenta sus sones con otras músicas del mundo: arrancan los sonidos desde lo más hondo para que el cántico que interpreta Pepe o su compañera María Amparo resbale sobre la superficie de nuestros oídos, mientras saboreamos sus prodigiosas voces y observamos que en ellas habita ese desgarro común a que tanto recuerda al flamenco, las músicas africanas y hasta el blues, porque encierran una clase de sonido que llega desde muy lejos, desde lo más íntimo de nosotros mismos. Una experiencia casi religiosa.
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Su historia certifica el origen de esta emoción que se siente cuando se escucha. Juste fija las primeras expresiones de las albaes antes del siglo XVII. Y aunque el formato actual tal vez no sea tan antiguo, sí se mantiene la estructura tan particular, tan enigmática. Una copla de cinco versos que se organiza rimando pares con pares e impares con impares, que los cantantes improvisan ayudados por su rimador y agregan el encanto de lo espontáneo a la formidable fuerza de sus gargantas y al embrujo de los instrumentos musicales.
Porque observado de cerca, el ritual de las albaes es además un admirable ejercicio de sabiduría colectiva, un modélico trabajo en equipo. Cualquier nota desafina más que en otras clases de músicas: la fusión de las voces debe encajar sin fisuras con el sonido de la dolçaina y el ritmo que impone el tabal, hechizante preludio de la sincronizada entrada del rimador y los cantantes, a quienes guía con su ingenio: una serie de movimientos casi coreográficos, de una sencillez tan apabullante como su misteriosa profundidad. Algo hay en estos sones que nos transporta a un espacio grato y ameno. Es el territorio de nuestra mejor historia, la más fecunda, el encanto de la armonía en su sentido más amplio. Una música de orden espiritual, arraigada en la mentalidad popular y más compleja de cuanto parece en la primera impresión. Un arte que encierra una lección elemental pero enjundiosa, que vale también para la vida: como bien dice Pepe, si su canto no rima, que no rime, «pero que lo que diga sea verdad».
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