Vidas perimetrales
Un restaurante en Alicante con la terraza en Murcia o una pareja dividida entre Tarragona y Castellón. Parecen grandes distancias, pero no lo son. En ocasiones basta cruzar una calle o un puente para saltarse el confinamiento perimetral, un concepto extraño para quienes viven en las fronteras
texto y fotos: txema rodríguez
Sábado, 23 de enero 2021, 00:37
Marc se fuma el cigarro con parsimonia en la terraza del pequeño bar que regenta con vistas a La Sénia. Lleva un cristal de las gafas sujeto con un pedazo de cinta aislante y luce una uña larga y oscura en el meñique de su mano derecha que a menudo queda oculta en su poblada barba. Está asomado a la frontera de la Comunidad Valenciana, un balcón sobre el río que da nombre al pueblo que aparece como telón de fondo, un breve cauce que brota en los puertos de Beceite y se retiene en el cercano embalse de Ulldecona para formar hasta su final la línea divisoria entre catalanes y valencianos, esa marca que aquí, en Les Cases del Riu, una pedanía de Rosell, cuesta ver. El hombre está sentado de cara al tenue sol del invierno, dice que es de Vinaròs pero que lleva aquí veinte años y que ahora, por las regulaciones causadas por el coronavirus, se ve obligado a romper las normas: «No tengo coche y no voy a ir a comprar a Rosell, aquí solo tengo que cruzar el puente». Por un lateral del cauce pasean tres personas y sus perros, en un pequeño huerto un hombre cava con parsimonia y coloca en un cesto de mimbre unas hortalizas verdes que desde la distancia parecen acelgas. En algunos rincones queda agua, no mucha. Atornillada al pretil del puente viejo, poco antes de llegar a dos antiguos molinos, una placa metálica deja constancia de un momento, grabada con los escudos de los dos ayuntamientos y la leyenda «Un pont d´unió entre dos pobles i una mateixa cultura». Desde lo alto de La Sénia, una vez cruzada la frontera, se divisa como un alfiler la cabeza de Marc, sentado en el mismo sitio, y a su derecha la estructura abandonada de la antigua fábrica de papel de Benigno. Por sus calles hay señales de otras pugnas fronterizas más antiguas, una bandera reclamando libertad para los presos del 'procés' junto a otra de España. Llega a la plaza la voz apagada del cura en su sermón. En una puerta de la calle contigua un mensaje escrito sobre cartulina advierte: «Dijous per la tarde tancat».
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Las fronteras también son malas para los amores. Lo normal se convierte en prohibido. Rosa espera en la puerta de su casa que llegue su pareja, Fernando, que viene de La Sénia, al otro lado del puente, al otro lado de la ley. Cierra los ojos como muestra del placer que le proporciona el calor del sol en la cara, «aunque la verdad es que en esta casa se está muy bien, es muy cálida porque mi padre lo tiró todo e hizo las paredes dobles desde abajo», explica orgullosa mientras ve a Fernando acercarse. Él es más desconfiado y se nota que eso de cambiarse de comunidad autónoma para estar con Rosa le resulta incómodo, tampoco es muy amigo de las fotos pero ella intercede mientras él señala con la mirada el interior de la casa, «es que no veas, que se pone la policía ahí en el puente, justo en el rincón y cuando la gente pasa y los ve, ya es tarde. Y multa que te crió». En otro puente sobre el mismo río, no muy lejos, Anna cruza para comprar el pan desde El Castell (una pequeña población que depende de Ulldecona) al municipio castellonense de San Rafael del Río. Lo hace cada día, como casi todos, «es que para nosotros es lo mismo, es lo normal», dice. Hay bastante tráfico de vehículos por esta zona. Al otro lado, en Cataluña, las restricciones sobre la hostelería son más duras y el bar apenas abre un par de horas al día. De eso se queja Joan, que pasea en brazos a su nieto Álex. Mientras, el bar de San Rafael registra una notable asistencia de parroquianos.
El Mojón
En el sur, la frontera es una playa. Un lugar que se llama, por razones obvias, El Mojón. Tierra que comparten los términos de El Pilar de la Horadada, en Alicante, y San Pedro del Pinatar, en Murcia. Aunque por el acento de los lugareños queda claro que se mira poco hacia el norte y todo lo valenciano resulta distante. En el paisaje murciano unas dunas sujetan la arena que da paso a las Salinas, unas pasarelas de madera discurren entre casas de construcción baja, resuenan bajo el paso de los 'runners' y las parejas con perro. En el paisaje valenciano un paseo marítimo al que el mar va ganando terreno, junto a viviendas que han quedado, a causa de la erosión, a punto de flotar sobre las aguas. Es un corte entre dos estilos, justo en la línea real que separa ambas comunidades. Algo en lo que Claudia es una experta porque regenta con su familia un negocio, un restaurante llamado Mediterráneo, con una característica peculiar: el comedor está en Alicante y la terraza en Murcia, de modo que ella es tal vez la mayor experta en saltarse el confinamiento perimetral. Y como suele suceder con todas las crisis, a veces se transforman en una oportunidad. Ella lo cuenta así: «Para mi negocio ha sido una bendición, ahora siempre está lleno porque pueden venir a verse los de un lado y los de otro: según convenga, están en una comunidad o en otra». El restaurante, un lugar soleado, abarrotado de plantas y detalles decorativos (entre ellos una foto de la mujer con Enrique Ponce), se ha convertido en una pacífica tierra de nadie en la que es posible convivir en los límites de la ley o adaptándose a ella, según convenga. Explica Claudia un ejemplo, «los días de fiestas familiares de Navidad, como las normas eran distintas, ocurría que si querían reservar una mesa los murcianos podían estar diez en la terraza pero no dentro, que solo podían ser seis según la normativa de la Comunidad Valenciana». Es el primer fin de semana de enero y está todo reservado, como cada día, probablemente hasta que se levanten las restricciones de movilidad. El resto de restaurantes cercanos tienen las persianas bajadas. Uno, incluso, luce un estepicursor enganchado a las sillas sin montar de la terraza. Sopla un aire fresco y molesto en ocasiones pero el sol se abre paso con fuerza.
Nacho y Carolina vienen caminando por el paseo cogidos de la mano. Él nació aquí hace treinta y al decirlo no establece diferencias, aunque se siente murciano, «porque para nosotros esto es todo lo mismo, nos hemos criado aquí en esta línea, en esta arena, pasando de un lado a otro, tenemos familia en los dos lados». Pero echa de menos el mar y siempre que puede vuelve porque ahora vive y trabaja como arquitecto, en Berna, la ciudad natal de Carolina, empleada en el Fondo Nacional Suizo (que viene a ser el equivalente al CSIC español), a la que conoció durante su época de erasmus en Murcia. Nacho mira con una sonrisa este paisaje de su infancia aunque reconoce que la calidad del trabajo en la capital helvética no se encuentra en España, «así que para trabajar y ahorrar dinero para el futuro es ideal». Su padre asoma por una de las bocacalles del paseo, «desde junio no habíamos podido venir a verlos», dice mientras bromea: «Espera que me pongo en el lado murciano para la foto».
Una carretera helada
Lejos de allí, a más de trescientos kilómetros, las carreteras amanecen cubiertas de hielo y hay que andar con cuidado. En Castielfabib, el municipio más septentrional del Rincón de Ademuz, los gatos dormitan mientras los primeros rayos del sol rebotan en las fachadas de piedra. Solo se oye trajinar a Vero, que anda metiendo cosas en el maletero del coche, y se alegra de ver a gente de fuera por la calle. Ella, como todos aquí, es afable y hospitalaria pese a que en este pueblo nadie ha enfermado de coronavirus y esa buena noticia podría suponer una advertencia ante los foráneos. Tampoco existe una 'sensación' de frontera porque, pese a ser uno de los límites de Valencia y estar rodeada por Cuenca y Teruel, la isla que forma esta comarca no es lugar de paso sino de retiro.
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Vero volvió hace más de veinte años a la casa de sus padres y aquí se ha quedado, con vistas a la garganta que por la izquierda del elevado cerro dibuja el río Ebrón en su camino hacia el Turia. Un poco más arriba, en la plaza, se escucha el sonido de unas botas que golpean los pedazos de hielo adheridos al guardabarros de un coche y a Evaristo trajinar por el pequeño huerto de su casa. Ha cumplido los 75 y ha dedicado su vida, entre otros negocios, al comercio de la madera, sobre todo la de nogal. Enseña unas uvas que cultiva, «que no se diga que no hay en el Rincón de Ademuz» dice, mientras corta un racimo que ofrece con generosidad, una bolsa de manzanas esperiegas, unas ramas de laurel recién cortadas y «si te gusta el picante puedes coger de esa maceta pero, ojo, que es fuerte…». Quiere vender parte de sus propiedades, como tantos otros en estas tierras donde comienzan a escasear hasta los viejos. Eso lo sabe bien Vicente, de 85 años, agricultor, que sube con ritmo la empinada rampa de la calle Estrecha. Los dedos de una mano sobran para contar a los de su quinta que están vivos, «la mujer que me ayuda en casa dio positivo y vino la practicanta a hacerme la prueba, pero nada, estoy sano», cuenta. Mientras anda, Vicente señala con el bastón un recodo, un hueco en la pared de piedra, que marca una de las pausas, «es que ese agujero me viene muy bien, es justo del tamaño de mi culo y me siento ahí a descansar un rato». Se nota su sonrisa bajo la mascarilla. Aquí la única frontera es la distancia.
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