Pura, la anciana de 97 años que lleva un año sin pisar la calle en Paiporta: «No quiero bajar mientras viva»
La dana arrasó con su casa en el centro histórico de la localidad de l'Horta y desde entonces vive en la andana, de la que ya no quiere volver a salir. Los días posteriores al 29 de octubre un legionario de Ronda cuidó de ella
El golpe seco a la aldaba de metal suena con eco en el interior de la casa de pueblo de Pura Feliciano. Durante meses la ... duda ha estado siempre presente, como un Pepito Grillo machacón. ¿Seguirá viva? Cuando hace un año conocimos a Pura, apenas habían pasado dos semanas tras la dana que arrasó con todo lo que tenía. Aquel día estaba sentada en una silla de ruedas, apenas podía moverse y vivía subida a la andana, el único lugar seco de la enorme casa donde lleva setenta años habitando sola en el centro histórico de Paiporta. Entonces parecía estar en shock. Callada, triste, derrotada.
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Nadie contesta, pero el vecino de al lado confirma: «Claro que Pura está viva, y si la llamáis por su nombre saldrá al balcón». Ahí está, con 97 años y medio, apenas asomada la cabeza y preguntando con energía quién vocea su nombre. Es el único contacto con el exterior que se permite la anciana, que prometió que nunca más bajaría de la planta alta donde está viviendo, apenas acondicionada. Lo está cumpliendo. A escasos días del primer aniversario de aquel 29 de octubre en el que desapareció todo su mundo conocido, Pura sigue sin salir a la calle. Es más, ni siquiera ha querido descender la escalera que la llevaría a la planta baja donde ya sólo quedan cuatro paredes. Decidió que no valía la pena pisar una casa que ya no es la que ella con tanto amor cuidó durante mucho tiempo. «Yo ya soy muy viejecita y no voy a vivir mucho más, así que no vale la pena bajar». La anciana sólo ha visto cómo está su hogar a través de los vídeos que le ha grabado Dori, la joven que la cuida, una hondureña recién llegada que no sabía nada de danas antes de establecerse en Paiporta hace unos pocos meses.
La Pura de 2025 no se parece a la del año pasado. Está mucho más activa. Más guerrera. Ha dejado la silla de ruedas y camina ayudada de un andador. Se obliga a sí misma cada día a dar pasitos, aunque se queje de que le duelen las rodillas. Parece haber olvidado que se rompió la cadera justo el verano anterior a la dana. Además, se la ve despierta y lúcida. «De la cabeza estoy bastante bien», asegura Pura, que le dice al fotógrafo que la saque guapa y que quiere ver las fotografías, con un punto de coquetería que no ha perdido a las puertas de cumplir el siglo de vida. Dori le arregla el pelo totalmente blanco para que no se escape ningún mechón, recogido atrás en un pequeño moño.
A su alrededor, apenas hay unos pocos muebles. Un saloncito muy provisional con una mesa camilla, unos sillones y poco más. En otra habitación, la cama y un enorme ropero que, cuenta Pura, tiene más años que ella misma. Es la única pieza que conserva como herencia familiar, que ha podido salvarse de la dana, porque abajo ya no queda nada. Solamente algunos muebles en la cocina y un cuarto de baño que usan las personas que cuidan a Pura. Permanecen también, como testigos imperturbables, las esculturas que representan a dos labradores valencianos vestidos con su ropa de fiesta, que hablan del caché de una casa con solera y salida a dos calles. Unas estatuas que ahora custodian la entrada a ninguna parte. Que ahora están siempre en penumbra, aunque el sol luzca afuera. «Mi casa era como una onza de oro, y me gustaba que estuviera siempre aseada y limpia. Sólo de pensar cómo está ahora me entran sofocos».
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Arriba no hay cuarto de baño, y la anciana usa un váter químico, una solución que le han encontrado para evitar que rompa su promesa de no bajar. Dori sólo acude a la hora de las comidas y las cenas, que le prepara una persona de confianza, y que guarda en una vieja nevera donada ubicada en esa habitación multiusos con salida al balcón y a una pequeña terraza interior. La comida consiste en purés y caldos, ya que no puede comer nada sólido.
Pura se acuerda perfectamente de una vida de estrecheces y momentos duros que han marcado su existencia. El primero, por la muerte de su padre «en guerra» cuando sólo tenía nueve años, un acontecimiento que la obligó a dejar la escuela para cuidar de sus dos hermanos pequeños. «Casi no sé leer», asegura Pura. El segundo, al morir su marido cuando tenía 26 años y apenas llevaban unos meses de casados, lo que le impidió tener hijos.
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Entre las pertenencias de Pura, no hay ni televisión, ni radio. Nada que la distraiga. Dice que no quiere. Su vida se limita a esa andana que no está aislada térmicamente, con un techo de varios metros de altitud, y donde en verano hace mucho calor y en invierno se cuela el frío húmedo de Paiporta, ese que además sube desde la planta baja con las paredes todavía mojadas. Pero Pura dice que así está bien, que no necesita nada más. Menguada, eso sí, vestida siempre de negro, con una rebeca para protegerse del fresco de las ventanas abiertas, sin medias y con unas zapatillas de ir por casa de invierno. Colgando de la pared, uno de esos interruptores redondos para encender y apagar la luz y algunos cables aquí y allá que alguien le ha empalmado y le han permitido conectar la nevera y el microondas donde Dori le calienta la comida.
A Pura la ayudaron muchísimo aquel 29 de octubre. Su vecino Eduardo se acordó de ella, supo con certeza que no podría subir sola las escaleras y la rescató. Se hubiera ahogado irremediablemente. La auparon a la andana, pasó los primeros días durmiendo en la silla de ruedas, hasta que Sergio, el legionario de Ronda que limpiaba la calle Colón, donde vive Pura, se enteró de su historia. De una anciana que estaba destrozada, que sólo quería morirse porque había perdido su casa. Y Sergio, con su gracia andaluza, la ayudó a reír de nuevo. Durante los días que su destacamento estuvo en Paiporta la visitó y también le llevó a profesionales sanitarios del Ejército para atenderla.
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Pura todavía se acuerda de Sergio. «Aquel chico tan guapo de uniforme». Y Sergio de Pura. De hecho, en la pasada Semana Santa de Málaga procesionó con el Cristo de la Muerte, y rezó por ella. «¿Cómo no me voy a acordar? No puedo olvidarla ni a ella ni a toda la gente de Paiporta», confirma Sergio.
Doce meses después, Pura ya no está triste. Ahora está enfadada. Y lo expresa con claridad. «Han desaparecido objetos de mi casa, incluso un recuerdo de la boda de mi madre que tenía más de cien años. Se lo dije a esa persona, no vuelvas a poner los pies aquí». Pura no dice nombres, y sabe que hay personas que han hecho mucho por ella, pero también quien se ha aprovechado de su fragilidad.
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A los diez minutos, Pura, amablemente, nos echa. «La chica tiene sólo una hora y se tiene que ir», se excusa. Dori dice que no tiene prisa, y se ríe. La anciana está ya muy acostumbrada a estar sola, con la única compañía de la imagen de la Virgen de los Desamparados y San Vicente Ferrer. Y muy firme en su idea de que no bajará viva de la andana que se ha convertido en su hogar. Ni qué decir de una residencia.
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