Hace calor, es verdad. Pero no estoy preparado para decirles si hace más calor que en 1956, 1978 o 1997. A falta de datos, en esta y otras cuestiones me dejo llevar por sensaciones; es la psicología la que nos mueve, en política también. De modo que no hay forma de escribir, objetivamente, si este verano hace más calor que en el año del cólera o en el que los taxistas se enfadaron porque querían más licencias.
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Tampoco sabría decir si es verdad que el clima está cambiando, asunto peliagudo que divide a la población entre laicos y creyentes de una fe doctrinal, con la que muchos no comulgan, reacios a que se les haga culpables de algo sobre lo que no tienen ni competencia ni capacidad. Que el clima no es idéntico, ni puede serlo, es constatable hace más de 4.000 millones de años; pero que la culpa sea mía es algo que no estoy dispuesto a aceptar tan fácilmente.
Sí hay, sin embargo, un aspecto de mi vida diaria en el que noto una diferencia extrema si comparo mis recuerdos con los últimos años: es que el clima, la meteorología, la información meteorológica para ser más precisos, se ha convertido en un espectáculo, sobre todo de radio y televisión, que nos invade, atosiga y agobia todos los días del año a todas las horas del día. La información meteorológica se da ya en casi todos los programas de televisión, sin duda porque son millones los espectadores que la reclaman y disfrutan, como ocurre con los raptos, asesinatos, violaciones y robos, material favorito del periodismo del día junto con los escándalos políticos y de la familia real.
Esta semana, tomando como pretexto la terrible ola de calor, ha sido marco de una refinada tortura que se inició el viernes pasado, cuando el aire cálido no era más que una promesa en los modelos matemáticos. De martes a viernes, incluso ayer mismo, los telediarios no han dado otra cosa más que calor y más calor, obvias entrevistas a gente que pasaba calor, atrevidos reportajes a personas que tomaban helados y osadas secciones en las que se recomendaba al pueblo, como si fuéramos idiotas acreditados, que nos pusiéramos una gorra y no se nos ocurriera hacer la maratón a mediodía. Un memo insigne de la meteorología, que yo lo vi, se atrevió a decir con solemnidad que cuando hay olas de calor es aconsejable «beber mucho líquido»... para añadir a renglón seguido que «obviamente no bebidas alcohólicas, si se trata de conducir».
No, no es el calor lo que me asfixia en agosto; son las ridículas informaciones reincidente sobre altas temperaturas, segregadas por unas redacciones televisivas invadidas de becarios dispuestos a todo. Es el atosigo sobre lo obvio, el regodeo sobre lo normal, el inútil regreso a lo consabido -horchata incluida- lo que de verdad me puede. Hasta que saludo con alborozo el momento mágico en que preguntan a un viejo, no le censuran, y el tío va y dice:
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-¡Coño con el calor! ¿Y qué quiere que haga en verano?
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