El Teologado de El Vedat entra en el Olimpo de la arquitectura
El Movimiento Docomomo reconoce el valor de la obra emblemática del arquitecto Álvaro Gómez-Ferrer para la comunidad dominica
Mediados de los años 60. Un joven Álvaro Gómez-Ferrer llega hasta una desarrapada esquina de El Vedat, por entonces un núcleo sin urbanizar, para ... emprender un abrumador proyecto. Tenía el encargo de los padres dominicos de construir un edificio donde se levantaría el Teologado de la orden de acuerdo con los nuevos códigos del momento. En lo religioso, porque se vivía bajo el influjo del Concilio Vaticano II, que imponía una renovada lógica en los ritos litúrgicos e incluso en la labor apostólica; en lo arquitectónico, porque la nueva generación de profesionales recién salidos de las aulas (la Facultad de Madrid, en su caso) se decantaba por un cambio en la ejecución de esta clase de edificios. Sesenta años después, puede concluirse que misión cumplida. Transformado en un octogenario que niega su edad con una curiosidad envidiable, que se mueve al ritmo de una cabeza también ejemplar, Gómez-Ferrer vuelve a El Vedat, charla con los padres que tutelan su edificio y comparte su íntima satisfacción: «Estoy muy emocionado». Y luego recuerda también conmovido a su maestro, copartícipe del proyecto: Felipe Soler.
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Es una emoción de carácter múltiple, porque se asocia no sólo al desenlace feliz de esta visita que ya culmina en una nublada mañana de otoño que impide ver el fascinante efecto de la luz de poniente rompiendo por un lateral del templo. Su emoción se relaciona además con el homenaje que reciben este lunes tanto él como su criatura, que resiste muy bien el paso del tiempo. El Teologado de El Vedat sigue siendo una creación formidable, desde luego conmovedora. Gómez-Ferrer quería impresionar a sus clientes y a los feligreses y seis décadas después ese propósito se activa aún con una extraordinaria naturalidad y una potencia igualmente superlativa. Natural que el Movimiento Docomomo le tribute este reconocimiento que significa ingresar en tan prestigiosa lista, destinada a distinguir lo mejor de la arquitectura moderna. Un Olimpo para este tipo de piezas que hablan con elocuencia de cómo esta disciplina mejora la vida de quienes la disfrutan a diario (la comunidad dominica) y convierte en memorable la experiencia de recorrer un espacio majestuoso.
El adjetivo es el apropiado. La escala es superlativa (sólo la altura del conjunto ofrece ya un dato revelador: más de diecisiete metros hasta el techo) pero sobre todo se respira en la obra de Gómez-Ferrer ese aire de grandeza al que aspiraba cuando recibió el encargo, que le llegó por esos azares de la vida. Los dominicos contactaron con unos constructores de origen italiano (los Elante Massa, con sede en Valencia) con quienes el arquitecto se iniciaba en el oficio, acudió a inspeccionar este apartado recodo de El Vedat y tomó la decisión de levantar una iglesia que no fuera como cualquier iglesia: sería «una pasada» de iglesia. Y mientras recorre la mirada por su obra, repasa la intrahistoria de una aventura que dispone de varias vetas matrices. Por un lado, se reconoce influido por la arquitectura alemana que conoció en su etapa de estudiante, durante una estancia becada en ese país, cuyas creaciones le deslumbraron. Una suerte de epifanía a la que siguió otra revelación: un arquitecto polaco había acudido a la Facultad donde estudiaba para divulgar los más recientes hallazgos en materia estructural y, por sugerencia del catedrático Antonio Fernández-Alba, le acompañó a conocer El Escorial, de donde Gómez-Ferrer volvió resuelto a ejecutar una clase de arquitectura a esa escala, escurialense. Y apunta otra influencia: las creaciones que de acuerdo con el estilo que aspiraba a trasladar a El Vedat había erigido su admirado Le Corbusier.
La cruz como símbolo de la Trinidad
La viga inclinada en uve que sostiene el conjunto «y es bestial», las estructuras metálicas casi escultóricas levantadas hasta el techo en modo mecano («Una cuelga y otra se apoya, son tensiones distintas», anota el arquitecto) y la evocadora cruz «que cubre todas las orientaciones» y remite al misterio de la Trinidad: el genio del arquitecto brilla por todo su Teologado y transpira otro elemento diferencial, su austeridad. La obra sólo costó cinco millones de pesetas de la época.
Algo del espíritu, esa profunda espiritualidad, de la capilla Ronchamp que lleva la firma del maestro suizo se deposita en el Teologado. Admira al visitante por supuesto la naturaleza radicalmente moderna de la obra de Gómez-Ferrer pero sobre todo su vigencia, el sello de la alta arquitectura. Su autor revisa el rincón donde se situará la placa que reconoce su talento, recuerda con uno de los padres dominicos que (casualidad máxima) vivía en el internado cuando empezaron las obras de cimentación cómo se ejecutó una serie de voladuras controladas para vencer la resistencia del suelo de roca y se emociona cuando desvela las conversaciones previas con sus clientes. «¿Me dejan ustedes hacer algo como lo que hace Le Corbusier?», preguntó a los religiosos. Y obtenido su plácet, emprendió esta peripecia homérica, casi una epopeya. Con los precarios medios de una época donde no existía ni siquiera la calculadora ni por supuesto el 'autocad', guiado por el genio de su socio en este encargo, el ingeniero José Soler («Un gran calculista», subraya), levantó una estructura revolucionaria. «Sin patente, a mano», recalca. «La primera y única tridimensional», se enorgullece, mientras recita de memoria las dimensiones de su creación: 16 por 16 en el caso de la capilla central, 13 por 13 la del coro.
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Ahí reside por cierto uno de los atributos más llamativos de su Teologado. El altar se sitúa en el centro (de nuevo, el Concilio Vaticano II), oficia tanto para los fieles del espacio principal como para quienes se sitúan en la de tamaño más contenido, donde aportó otra genial idea: una galería cruzaba uno de sus muros, para que pudieran asistir a la liturgia los noviciados desde una altura privilegiada. Unas estancias que más tarde se cerraron y alojan hoy una de las capillas, la de la Conciliación. Gómez-Ferrer inspecciona otra de ellas, la de la Comunión. Todas ellas, selladas como la iglesia por una monumental puerta de madera que esta mañana se abre para la ocasión: un ingenioso mecanismo de carpintería que de repente deja entrar algo de luz, una luz milagrosa. Ilumina la fe que atesora Gómez-Ferrer, la fe que tenían en él los dominicos. Es la virtud (teologal, claro) que envuelve su iglesia y le arranca una confesión: «Me sigue gustando mucho».
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