Vista del interior del edificio; en el recuadro, una de las raras fotos que se conservan de su autor, el arquitecto Santiago Artal. Irene Marsilla

El misterio del autor de Santa María Micaela

El arquitecto Santiago Artal levantó una pieza clave para Valencia, proyectó otro edificio en Jávea y desapareció: una carrera tan enigmática como seductora, reivindicada a título póstumo e incluida en el festival Open House

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 16 de julio 2025, 00:25

Levantado en una manzana de la avenida Pérez Galdós, el bloque de viviendas conocido como Santa María Micaela encierra tantas lecturas como miradas se proyecten ... sobre su impresionante estampa. Es un edificio erigido según un lenguaje modernísimo para su época, a finales de los años 50 del siglo pasado. Una obra todavía radicalmente perturbadora, por la calidad de su factura y su acusada vocación de estilo, que apuesta de modo pionero por conceptos muy vigentes en la actualidad (su enfoque sostenible o su aspiración a hacer ciudad haciendo comunidad entre sus vecinos, entre otros atributos), sin renunciar a devolvernos a la Valencia de hace casi un siglo, cuando construir una criatura de estas características tenía algo de temerario. Casi revolucionario: en la desbordante imaginación de su creador, el arquitecto valenciano Santiago Artal (1931-2006), palpitaba la ambición de trascender, más allá de su tiempo y del estilo imperante en la España de entonces. Misión cumplida: ahí late otro de los enigmas adosados a su edificio. ¿Cómo se le ocurrió adelantarse unos cuantos años la historia de la arquitectura, al menos en Valencia? Y misterio supremo: quién fue Artal. Es decir, qué sabemos de su carrera, tan seductora como misteriosa. Una pregunta que tratan de despejar las líneas que siguen.

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En el principio fue el edificio. El bloque de Santa María Micaela nace como consecuencia de una compleja historia, forjada alrededor de la trayectoria de la cooperativa de agentes comerciales de Valencia para quienes Emilio Artal, padre de Santiago y también arquitecto, ya había ejecutado una serie de viviendas por la ciudad. De ahí que sus clientes asumieran con cierta normalidad una decisión que tenía bastante de osada: encargar al joven Artal, en sus balbuceos como profesional, un proyecto de elevada dimensión y aspiración mayúscula. Erigir un bloque de viviendas para la entonces emergente clase media trabajadora («Más clase baja que media», matiza Miguel Ángel Navarrete, un joven arquitecto valenciano residente en el edificio, por donde hace de cicerone) que se despojara de estigmas propios de la época y aspirase a un estatus más elevado. Un hogar dotado de los estándares más altos de calidad de vida sellados en un concepto también revolucionario para esta clase de encargos: la palabra dignidad.

Serían viviendas dignas, en efecto, que han soportado muy bien el paso del tiempo. Durante la visita, enmarcada dentro de las actividades previas al festival de arquitectura Open House, maravilla el carácter moderno de esta pieza de Artal, que acrecienta la curiosidad respecto a su vida y obra. De personalidad arisca, inflexible y perfeccionista según quienes le trataron en vida, se embarcó en el proyecto de Santa María Micalea con un suplemento adicional de pasión y compromiso. Quería levantar, según Navartete y corrobora el también arquitecto Ignacio Peris, autor de un imprescindible estudio sobre Artal, un edificio «nunca visto antes en Valencia». Lo consiguió, desde luego, pero a costa de un esfuerzo tan homérico que significó a la vez el hola y el adiós a la profesión: unos años después ideó otro proyecto en Jávea (los apartamentos La Nao, de porte muy sugerente: otra maravilla de su proteico ingenio) y desapareció. Nos despedimos de una suerte de J.D. Salinger de la arquitectura valenciana. O nuestra particular versión del enigma Greta Garbo.

¿Le abrumó el éxito? ¿Entendió Artal que en su profesión pasar de las musas al teatro exigía un caudal de concesiones para las cuales no estaba dispuesto, esa clase de renuncias que desfiguraban su compromiso casi sanguíneo con la arquitectura y le abocaban a la frustración? ¿Pensó que no valdría la pena persistir en el esfuerzo? Se desconoce a qué obedece esa renuncia tan drástica pero Peris, que ha estudiado a fondo su obra, sostiene que desde entones le atacó una suerte de cansancio tanto vital como profesional, que visto con perspectiva resulta inquietante. Y lastimoso. Porque cabe pensar qué otras creaciones hubieran salido de su tablero si no hubiera optado por desertar del oficio, poner su firma según se supone en proyectos de índole más bien alimenticia y retirarse del mundo. Unos años en Londres, trabajando como ¡delineante! para el estudio RM Architects, una larga temporada de reclusión en Jávea, la construcción de los apartamentos La Nao como segunda residencia para su familia y otra amiga, los Caballer... Y Artal se evaporó, aunque su huella nos acompaña porque su obra, aunque escasa, le sobrevive: una reivindicación tardía y póstuma encarnada en la potencia abrumadora, la contemporaneidad de su Micaela.

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La buena noticia es que tenemos la suerte de gozar todavía, en muy buen estado de conservación, de esta maravilla que dejó para la posteridad, de la que disfrutan las quinientas familias que se reparten por sus pisos. ¿De qué clase de viviendas hablamos? De un modelo que apuesta por ensamblar las propuestas de Mies y de Le Corbusier, entre otros modelos triunfantes en aquel tiempo, para dotar a Santa María Micaela de un sello propio, apreciable desde que se franquea el paso: da la sensación, traspasando su impresionante portal, panelado de madera de exquisito gusto y acompañado de unas coquetas luminarias que resisten desde su inauguración, de que estamos ante otra forma de entender la arquitectura doméstica. Artal trata a sus clientes como si fueran príncipes en lugar de aspirantes a integrarse en la mesocracia de su tiempo. Y lo hace imaginando para su edificio una serie de rasgos diferenciales: su encantadora pileta, una audaz propuesta que los ocupantes del edificio siguen hoy agradeciendo porque no sólo oxigena estos veranos interminables de Valencia que empiezan allá en abril, sino que también ejerce como nodo de convivencia, porque a su alrededor fluye la vida y ayuda a imprimir ese espíritu diferencial que significa pasar los días al aire libre. Una manera de crear comunidad.

No es su única propuesta llamativa. Al final de la pileta se ubica un arenero también muy propicio para los juegos infantiles, pieza clave en este evocador jardín levantado con hormigón armado, que abona la idea dominante durante el recorrido: esta clase de hallazgos apostaba por crear entre los muros que delimitan el complejo residencial la idea de que otra España era posible. Una suerte de tercera España que huyera del conflicto y profundizara en el concepto de convivencia, el tipo de propuesta que asegura la arquitectura que aspira a la excelencia. El carácter rompedor de esta obra de Artal, a quien recuerdan quienes lo conocieron supervisando exhaustivamente la obra durante su construcción, como si se hubiera convertido en su obsesión, se refleja en la creación de un espacio para la socialización que anticipaba hallazgos semejantes de la arquitectura posterior: una arquitectura de rostro humano que llevara sus ideas incluso más lejos de las propuestas de Le Corbusier y compañía.

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Frente a esa sintaxis fría y desapasionada que entiende la vivienda como una máquina de habitar, Artal pone el énfasis en su opuesto: un estilo cálido, que concede un valor supremo a las zonas comunes por donde ahora corretean los más pequeños de la finca y alguna vez un grupo de vecinos se abandona incluso al taichi. Hubo quien llegó a jugar a bádminton. A todos les protegen para asegurar la intimidad de sus actividades una arquitectura concebida como una fina retícula, como si los pisos fueran módulos apilados que algo recuerdan al arte de Mondrian y que además se benefician de sublimación de su estilo que el arquitecto traduce en gestos tan anticipatorios como inteligentes: garantizar la sostenibilidad de la cooperativa mediante un aljibe y un depósito de aguas que ayudaran a los propietarios a mejorar su calidad de vida.

No fueron sus únicas aportaciones de evidente originalidad. El inteligente uso del color, con predilección por los tonos primarios (azul, amarillo y rojo, que con el paso del tiempo ha devenido en el llamativo naranja tan asociado a su imagen pública), acentúa el carácter plástico del edificio, que aterrizó en la Valencia del momento como si fuera un ovni. No había precedentes de un lenguaje semejante y tardó en haber otros casos que imitaran su ejemplo: tal vez ahí también radique la explicación de que Artal decidiera desertar. ¿Se sintió un incomprendido por lo tajante de su propuesta, esas piezas de hormigón prefabricas que recorren el esqueleto de Micaela, sus deslumbrantes bancos corridos que parecen haberse concebido ayer? ¿Pensó que no merecía la pena insistir en ese espíritu innovador presente durante toda la visita que se hace especialmente visible en el tono artesanal con que trató los elementos de azulejería, como los estupendos gresites de Nolla, las estilizadas baldosas o los evocadores detalles en la carpintería?

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De nuevo, preguntas sin respuesta. El recorrido concluye donde se inició, al pie de esta finca cruzada cuando se construyó por la vecina acequia de Favara, ya canalizada, una parcela rectangular ocupada por la desaparecida Estación de Llíria donde Artal imaginó un futuro más luminoso para los cooperativistas que le encargaron este edificio tan especial: arquitectura para arquitectos (no sólo porque valoran mejor que el ciudadano común su creación: unos cuantos de ellos residen en el edificio, prueba de la excelencia de su acabado) pero también arquitectura para los peatones de la historia. Esa clase media (o media tirando a baja) que encontró su Xanadú en este bloque de configuración heterogénea (las viviendas disponen de distinta superficie y programa), donde se evidenciaba que no se necesitaba malgastar el dinero de los clientes (otra de las preocupaciones de Artal, as de la austeridad casi metafísica) para edificar una obra comprometida con la sociedad de su tiempo y también de la actual.

Una conclusión que se corrobora entre los parabienes de los inquilinos, orgullosos habitantes de esta hija casi única de su autor, que pretenden seguir conciliando el respeto hacia su rico valor patrimonial con las condiciones actuales de confort. Cuando el arquitecto recibió el encargo, sólo una diferencia de dos votos entre los cooperativistas hizo posible que levantara Micaela: hoy, según el testimonio coincidente de sus habitantes, rozaría la completa unanimidad. «Es como vivir en un pueblo», señala una de ellas. Lo dice como un elogio: por si fuera necesario, sus palabras reciben un inesperado refrendo. El rumor del agua, el murmullo de los demás vecinos: el sonido de la vida.

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