La historia secreta del Palau: una placa de Franco y un aseo para el 'president'
Alberto Peñín y Juan Manuel Chuliá transformaron en la Transición la antigua sede de la Diputación en el hogar del entonces naciente Consell ·
Si usted cruza por la calle Caballeros o se admira de la belleza de la plaza de Manises y acaba dirigiendo la mirada hacia el ... Palau de la Generalitat podrá distinguir en su majestuosa estampa el sello de la alta arquitectura. Y si ingresa en el edificio por cualquiera de sus accesos, se maravillará por los tesoros que contiene, la elegancia de sus estancias o la belleza de los detalles decorativos. Es posible que incluso sienta cómo se transmite a quien recorre este solemne espacio el signo intangible del simbolismo que encierran estos muros, depositarios de la esencia de nuestro autogobierno, que encierran además todo aquello que se hurta a los ojos: los misterios que esconden. Por ejemplo, una placa dedicada al dictador Franco oculta ahora a las visitas. O el misterioso aseo situado en las dependencias presidenciales. O cierta caja fuerte...
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Los puntos suspensivos se rellenan durante la amena conversación, pródiga en anecdotario, con un par de caballeros que posan risueños ante el Palau al que dieron una nueva vida allá en la Transición. El arquitecto Alberto Peñín y el arquitecto técnico Juan Manuel Chuliá, decanos que fueron de sus respectivos colegios profesionales y que entonces trabajaban a las órdenes de las principales instituciones valencianas en la hora incierta de la Transición, cargaron sobre sus hombros con la responsabilidad de convertir la antigua sede de la Diputación en el hogar del naciente Consell. Un cometido delicado, que ellos asumieron entre alguna duda, sobre todo porque desconocían la respuesta estructural del edificio a los nuevos usos que entones alumbraba la democracia. Pero también con la audacia propia de aquel tiempo, cuando todo estaba por construirse: en cierto sentido, la incertidumbre reinante fue su aliada. Como se partía de tan abajo, las expectativas colectivas se situaban también en ese nivel, incluida la reforma del edificio.
Chuliá llama la atención en este punto sobre un detalle llamativo: la Diputación encargó el proyecto de reforma «pero lo pagó el Consell, aunque por fases, porque no había dinero». No es un asunto menor. Quiere decirse que también en este encargo hubo su propia transición, resuelto con ese espíritu de compromiso con el servicio que distinguía al alto funcionariado de la época. Y con el propio talento de ambos profesionales, que tuvieron que proyectar prácticamente de cero su cometido, incluyendo habilitar un espacio para las neonatas Corts, que carecían aún de sede propia y se tuvieron que reunir en el salón muy apropiadamente así llamado, previo levantamiento del pavimento. «Fue una obra que nos vino mal al principio pero luego bien», relatan al unísono, «porque así pudimos comprobar el estado estructural del edificio».
Un prolegómeno clave al que siguieron otros. Ambos lidiaron con sentido de la diplomacia en el arte de encajar en el edificio las exigencias de aquella Comunitat en estado preautonómico, con José Luis Albiñana al frente, con las posibilidades que ofrecía un Palau que, entre otras carencias, disponía de un solitario ascensor. No era la única debilidad que anotaron: pasado el tiempo, ya con Joan Lerma como 'president', hubo que atender renovadas obligaciones para resolver las comodidades que reclamaba el ejercicio del poder. «No había tantas exigencias de confort como hasta ahora», apuntan. De ahí nace una de las divertidas historias que relatan: Lerma, a quien dedican sinceros elogios («El mejor de todos», dice Peñín, «aunque Alberto Fabra también era un caballero») demandó que se dispusiera de un aseo en el área presidencial. Un requerimiento para garantizar su intimidad que se procuró robando un espacio de no se sabe dónde, con una ventilación tan imprescindible como precaria: una pequeña celosía en formato nido de abeja, a mayor gloria del 'molt honorable' y de quienes le sucedieron.
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La obra costó 32 millones de pesetas, unos 200.000 euros. «Veníamos de la austeridad, no había dinero», recuerdan Chuliá y Peñín
Los dos profesionales hicieron su propia transición: el encargo lo hizo la Diputación pero lo pagó por fases el Consell
No fue el único ingenio que hubo que activar para dotar de un nivel superior de seguridad a esas mismas salas del Palau. Lerma pidió contar con una caja de caudales y la tuvo, a costa de salvar las exigencias en cuidado del patrimonio con el mimo exigido a una obra tan protegida. Y ahí debe seguir, suponen los creadores de esta especie de nuevo Palau, igual que sospechan que nadie habrá reparado en otro detalle que permanece escondido: un pasadizo donde, emparedado entre dos muros, debe figurar una placa que se situó en su momento en homenaje al dictador, que la naciente democracia prefirió arrinconar, aunque no hasta el punto de que se perdiera ese hito de nuestra memoria histórica.
Chuliá y Peñín cuentan estas y otras historias con un punto de nostalgia, pero también con una memoria envidiable. Ellos frisaban por entonces la cuarentena; hoy, jubilados de sus ocupaciones, recuerdan cómo impusieron su criterio para que la adaptación del Palau respetara la rica tradición artesana valenciana. Picapedreros, yesaires, caravisteros y otros profesionales llegaron desde Chiva, Buñol o Cheste para perpetuar el espíritu local en las paredes del edificio, igual que se convocó a expertos de cerámica venidos desde Manises. El resultado les dejó satisfechos. Hoy miran su creación con ese punto de orgullo que se dirige hacia las cosas bien hechas, aunque también con un aire de melancolía: por aquellos tiempos en que (ay) reinaba la austeridad. Valga un dato: su obra costó 32 millones de pesetas. Apenas 200.000 euros.
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