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El calvario que viven los vecinos de la calle Alicante de Valencia
Calles intransitables a peatones, grietas y suciedad en las casas y sin lugar para aparcamiento para residentes, consecuencias de casi tres años de obras
Rosana Ferrando
Martes, 29 de julio 2025, 00:01
La vida cotidiana se ha vuelto una prueba de resistencia en la calle Alicante, que linda con las obras de la Estación del Norte. ... Vibran los cristales, tiemblan las fachadas, huele a humo de tubo de escape y las noches son tan ruidosas como el día. Las obras, que llevan casi tres años sin concluir, han estrechado la acera a un metro escaso y han ensanchado la frustración de quienes viven allí. Mientras tanto, las quejas no se escuchan, las soluciones no llegan y la calle parece sacada de un laberinto de metal.
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A las siete de la mañana arrancan los motores, y, a veces, a las once, incluso a las doce de la noche, siguen rugiendo. «Durante un mes y medio, una máquina estuvo funcionando todo el día con el tubo de escape apuntando directamente a nuestra fachada, en lugar de apuntar a la estación, donde molestaría menos. El olor a humo se colaba en casa, y el ruido no daba tregua, aunque estuviera todo cerrado. Trabajo justo en la habitación que da a la calle, y era imposible estar porque los cristales vibraban todo el tiempo», relata Víctor Serrano, vecino de la finca número nueve de la calle, cuya fachada da al hueco subterráneo en la calzada donde trabajan los obreros.
La situación no mejora de noche. Mientras la mayoría duerme, la instalación de la cubierta de la Estación próxima se hace con amoladoras que generan chispas que llegan a entrar por las ventanas a las dos de la madrugada.
El espacio peatonal se ha reducido a poco más de un metro. Suficiente para que puedan pasar los peatones en fila, por lo que las bicicletas y los patinetes son un problema. «Mi hija de 12 años va sola al colegio por la mañana y una vez se asustó porque dos borrachos aparecieron de golpe en ese pasillo cerrado que han dejado. Te los encuentras encima y te sientes encerrado. Es tremendo», cuenta Serrano. La inseguridad ha llevado a los padres a asomarse al balcón cada vez que sus hijos entran o salen de casa: «Mi niño me llama cuando vuelve de entrenar fútbol a las 9 de la noche porque no quiere meterse en la calle solo».
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«Ahora, en verano, nos gustaría poder abrir las ventanas, aunque fuera por la noche, pero el polvo y el ruido lo hacen inviable. Limpiamos el balcón todos los días pero basta que lo abramos un ratito para que los restos de las obras se cuelen en casa», explica el residente de la calle. Ni siquiera acciones tan sencillas como tirar la basura o hacer la compra son fáciles. Los contenedores quedan muy lejos y aparcar es una odisea: «Pagamos la tarjeta de residentes pero no sirve de mucho porque las posibilidades de aparcar están súper reducidas. A veces, aparcamos a cinco manzanas. Además, cuando hay eventos en la plaza de toros, la grúa se lleva los coches y luego hay que ir a buscarlos, normalmente al cementerio. Incluso una vez nos tocó pagar una multa aunque estuviera bien aparcado, porque pusieron el cartel el mismo día que había que retirar el vehículo», destaca Serrano. Él se lamenta porque tampoco ha podido reformar su casa o hacer algo tan simple como comprar una nevera porque no hay forma de poner un elevador en la acera que la suba porque impide el paso.
Las vallas han impuesto barreras para situaciones delicadas como la de la tía de la mujer de Serrano, que también vive en el número nueve: «Cada vez que teníamos una urgencia médica era un caos, sobre todo cuando necesitábamos silla de ruedas porque apenas cabía por las pasarelas que sortean los huecos en la acera». Trabajos como lo de los bomberos o las ambulancias son complicados en espacios tan reducidos.
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La fachada del número 9 es un reflejo del deterioro psicológico que están sufriendo los ciudadanos: «Hay grietas, manchas de hormigón que nadie ha limpiado, y trozos que se están cayendo. Nos dijeron que lo arreglarían hace un año y seguimos esperando», dice Serrano. Las vibraciones diarias han dejado huella en edificios antiguos que ahora se sienten frágiles.
A pesar del deterioro, los vecinos no reciben compensaciones. Ni por los daños, ni por el ruido, ni por la pérdida de calidad de vida, lo que para ellos es «doloroso». Los comercios de la vía también lo están pagando. No es fácil encontrarlos y la calle no invita a entrar a los posibles clientes. El hartazgo ha llegado tan lejos que muchos han dejado de quejarse: «Nos hemos dado cuenta de que no sirve para nada».
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El ayuntamiento les ha prometido terminar las obras a finales de año, aunque muchos, como es el caso de Víctor y su familia, no confían porque ya les aseguraron que en marzo estarían terminadas. También han recibido el compromiso de la Administración de que las fachadas se restaurarán en cuanto se pueda, ya que estas están salpicadas por gotas de hormigón en todas partes.
Otra de las realidades que se viven en las calles que rodean la estación es la masificación turística. Personas con maletas a todas horas vagan por los alrededores con cierto desconcierto, debido a la maraña de metales que desubica hasta a los GPS. Van y vuelven sin encontrar la puerta de la Estación que están viendo con sus propios ojos desde uno de los lados.
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