'Poquita fe': cómo reírnos (y mucho) de nuestras miserias
La serie de Movistar cuenta con una mirada costumbrista y un glorioso punto de surrealismo
«La vida es demasiado importante como para hablar seriamente de ella», dijo Oscar Wilde. Citar al irlandés es un lugar común, pero aquí llevaba ... razón: a veces, la realidad es tan cruda que solo se puede soportar contemplándola desde el humor. Y eso es exactamente lo que hacen Montero y Maidagán en 'Poquita fe' (Movistar Plus+), una suerte de falso documental en que los protagonistas hacen frente a días anodinos, a la monotonía, a trabajos meramente alimenticios, a familiares insoportables y a amigos que los sacan de sus casillas. Y todo ello lo cuentan con una mirada costumbrista y un glorioso punto de surrealismo que ayuda a resaltar, aún más, el gris absurdo de sus vidas.
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José Ramón y Berta (qué bien ver a Raúl Cimas, qué bien recuperar a Esperanza Pedreño) llevan juntos muchos años, y la rutina está haciendo mella en su relación: no hay grandes dramas ni terribles discusiones, sino un cúmulo de insignificancias que terminan por desencantar a Berta y que hacen que José Ramón se acabe refugiando en la desidia. El entorno tampoco ayuda: si la madre de José Ramón (Marta Fernández Muro) es una medio hippy entusiasta y disfrutona que agota a todo aquel que está a su lado, los padres de Berta (María Jesús Hoyos y Juan Lombardero), una pareja burguesa y tradicional, ven la vida de una forma muy distinta, e incluso se relacionan con sus hijas de forma diferente: mientras que el padre adopta un papel pasivo, la madre lanza dardos envenenados a Berta y favorece a la hermana pequeña (Julia de Castro), una irresponsable sin oficio ni beneficio.
Aunque la serie gire alrededor de José Ramón y Berta, todos los personajes de su universo, desde el primero hasta el último, están interpretados magníficamente y dibujados con tiralíneas: es tal la precisión que dos frases bastan para contarnos cómo son, cómo viven y cómo piensan. Montero y Maidagán, además, tratan a sus criaturas con ternura y, sobre todo, con respeto: hubiera sido muy fácil caer en la pantomima, pero la escritura va un paso más allá al conseguir que, al reírnos de lo que estamos viendo, nos estemos riendo de nosotros mismos, de nuestras frustraciones, nuestras miserias y nuestras vergüenzas. Porque todos somos un poco Berta y un poco José Ramón.
En la segunda temporada, constituida por ocho capítulos de menos de veinte minutos de duración, José Ramón y Berta, tras ser puestos en la calle, se embarcan en la búsqueda de un piso. Entre visitas a cuchitriles, encuentran uno que les ofrece un vecino, pero tienen que esperar seis meses para ocuparlo, así que, mientras tanto, han de irse a vivir con los padres de Berta. Por si eso fuera poco, la hermana de Berta también se queda sin casa y vuelve al hogar familiar, donde el hacinamiento, la incomodidad y el choque entre las costumbres de cada uno de los habitantes se convierten en una fuente inagotable de chistes punzantes: si encontrar piso es una heroicidad en estos tiempos, sobrevivir a la familia es otra.
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A esa larga e insoportable espera en la casa de los padres, que se convierte en el eje dramático de la historia, hay que añadirle algunos gags extraordinarios, como el de Marta Fernández Muro y las esvásticas, a la altura del episodio del cuadro de Franco de la primera entrega. También hay, por supuesto, réplicas ágiles, frases lapidarias, un ritmo perfecto y un tono que no se pierde en ningún momento. Y eso es mucho, tanto que nos lleva a recuperar la fe en la comedia ácida, aquella capaz de hacernos reír mientras retrata, con pulso de cirujano y mirada de entomólogo, la sociedad de una época. Si Azcona fue el que mejor retrató la suya, ahora son Montero y Maidagán los que mejor retratan la nuestra.
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