Para haber estado a punto de pasar a la historia con el sobrenombre de el Breve, Juan Carlos I acabó reinando cuatro décadas. De ahí ... que, tras comprobar que había llegado para quedarse, tuvieran que cambiarle el mote: basándose en su aparente llaneza, lo apodaron el Campechano, como si fuera el tío abuelo que empieza la conga en las bodas y cuenta chistes en las reuniones familiares. No sabíamos entonces que podrían haberle llamado el Pichabrava, apelativo atribuible a muchos de sus antecesores. Solo le faltó tener una amante bizca, como dijo María José Cantudo que tuvo Enrique Cornejo. Por lo demás, la bragueta real fue muy inclusiva, porque las hubo rubias y morenas, actrices y empresarias, famosas y anónimas.
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También fue inclusivo su bolsillo, tanto que hubiera sido acertado llamarlo el Comisionista. Pero, después de la aparición de sus memorias, ya podemos afirmar que quedará para los restos como el Resentido. Con la Seguridad Social («soy el único español que no cobra pensión tras casi cuarenta años de servicios»), con Zapatero, con Pedro Sánchez, con Jaime de Marichalar (le acusa de no ejercer la autoridad paterna sobre Froilán sin reconocerle el ímprobo trabajo estilístico que hizo con la infanta Elena), con la reina Letizia y hasta con su propio hijo, que es lo más alucinante de todo viniendo de quien se saltó a su padre a la torera. Mira tú por dónde, con el único que no está resentido es con Franco.
Alejado como ha estado, y sigue estando, de la realidad, no es capaz de asumir que el manto de sus logros dejó de tapar sus muchos desmanes hace tiempo. Por eso está resentido con una España que siente ingrata. Y es justo al revés: los resentidos somos nosotros. Y los decepcionados.
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