Por un lado, entre nuestro protector sentido del humor y el perfil de los protagonistas de esta nueva historia de chanchullos, resulta bastante normal, incluso ... saludable, que nos tomemos estas fascinantes entradas en el talego con esa risa algo nerviosa que nos desintoxica el alma alquitranada. Pero en realidad asistimos a un dramón que nada bueno indica acerca de la salud de nuestra joven democracia. La corrupción, siempre reptando en nuestro derredor como un bicho invencible capaz de reproducirse bajo mil formas, pero siempre con las zarpas dispuestas a repelar dineros de las comisiones truculentas.
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Tampoco es normal el paulatino proceso de inmunización que los de mi quinta asumimos. Esto es, los que ya crecimos en la plena democracia de urnas tintineantes, estamos habituados a soportar acontecimientos sucios que han pringado a políticos, empresarios, vividores, estafadores de altos vuelos y resto de fauna y flora siempre presta a lo de arramblar con provecho en el río revuelto de la calderilla pública. Así como las mangostas, generación tras generación, han sorteado la ponzoña de las cobras y los mordiscos del crótalo las dejan tan panchas, nosotros estamos curtidos ante esos paseíllos de los tiparracos que acuden primero ante el juez para luego desfilar hacia la cárcel. Este carrusel de carne retorcida que debe penar tras los barrotes por culpa de sus deleznables actos jamás nos ha abandonado. Forma parte de nuestra memoria sentimental, de nuestro paisaje rutinario. En realidad, todos los entrullados se diría que son el mismo, o sea personas de escasa moral vencidas por la codicia. Bajo el paraguas de sus contactos o del partido de turno, sacaron provecho del horror hasta que ellos mismos acabaron en la morosa celda donde el tiempo se alarga hasta extremos infinitos. ¿Cesará algún día semejante carrusel? Pues no sé yo...
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