Borrachera de alegría

Sábado, 6 de diciembre 2025, 00:06

Con una borrachera de alegría, sin que importe el juicio ajeno, se pueden coger las primeras hojas del otoño y echarlas a lo alto para ... fabricar una lluvia propia de ocres y rojos, o hundir las manos en la alberca y perseguir un pez, o ir a la pareja que se está abrazando en un banco y felicitarles: «no sé si sois novios o amigos; no me importa si pensáis casaros o seguir independientes, pero ahora vuestros cuerpos se reclaman y accedéis: ¡enhorabuena!».

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Algunos sienten, de tarde en tarde, la borrachera de alegría, pero carecen de valor para manifestarla de manera abierta y sincera. Al contrario, tratan de aparentar más serenidad y hasta meditan: «Si hiciera lo que me apetece, me tomarían por loco», perdiendo así la gran ocasión de aportar sabor a la existencia, de añadir un matiz nuevo al día corriente que, sin esa valentía, se marchita sin remedio. En suma, de añadir algo de alegría a la vida cotidiana.

  • i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro

  • Un instante , publicado por Federico Domenech en 1980.

La borrachera de alegría que no es consecuencia de cerveza, coñac o whisky. El alcohol no influye para nada en el estado del espíritu y de las emociones; ni el ambiente de una juerga tan siquiera. Se presenta sola, de improviso. Es una fuerte sacudida, como eléctrica, que todavía no se ha descubierto si nace en la sangre contagiando al alma o viceversa; lo cierto es que uno se da cuenta de que vive (que hay quien nunca se entera), y quisiera absorber todas las sensaciones que puede acumular el ser más receptivo. Le gustaría hablar con todos los que se cruzan en el camino; detener al taciturno: «Pero, amigo ¿por qué ese ceño?... ¿No se da cuenta de que es una mañana luminosa?, ¿de que el niño de la bicicleta se siente campeón?, ¿de que espera un amor la muchacha?, ¿de que el viejo fuma con deleite el cigarrillo prohibido...? ¿de que no hay más que alegrías a estas horas?» Y casi añadir, si se atreve, que el mundo entero parece hoy dispuesto a celebrar algo indefinido.

La borrachera incita a lo más dispar, a correr por la orilla de la playa, ahora que ya quitaron los chiringuitos y ha recobrado su soledad silenciosa y con olor a mar; a subirse a leer a un magnolio. Buscar la rama que le acogiera como un lecho y abrir el libro de poemas: «Hoy, en mitad de la vida, me he parado a meditar... ¡Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar!» Y animado por Machado pasear por las calles que reunía a los estudiantes de aquel tiempo, evocar rostros, nombres; y en ese deambular descubrir que hemos dejado de ser nosotros para ser un poco de todos; o invirtiendo los términos, que asimilamos algo de todos y que ya es nuestro para siempre jamás, como si cada recuerdo fuera un hilo más en el tejido que nos sostiene.

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Seguiría explicando los síntomas de esta particular borrachera de manera interminable que, a veces, confieso que he sentido. Y lo confieso públicamente y sin ningún rubor. Pero si usted jamás la ha sufrido, no me comprenderá, por más que intente imaginar el vértigo dulce que provoca.

Con la cerveza, con el coñac, con el whisky, a lo más que se llega es a contar chistes, reír fuerte, estar ingenioso y atrevido. Y luego ¿qué? Protesta el hígado y la cara palidece.

Mi borrachera sólo deja un poco de melancolía. Hasta la resaca es poética.

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LA MIRADA DE ARAZO

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