Alguien me dijo allá en mayo que me envidiaba por estar en Valencia en primavera y yo pensé: si supieras cómo es en otoño... Pongo ... por caso el último domingo: paseo a primera hora por el jardín del Turia, bajo un sol radiante y esa imbatible luz que te ayuda a entender que Sorolla se metiera a pintor. Me cruzo con un grupo de turistas italianas, luego escucho a dos caminantes que me superan entendiéndose en lengua eslava, los futbolistas del Club Serranos se arengan en la caseta como si se prepararan para la batalla de las Termópilas, sorteo a otros paseantes que se conducen también a pie, esquivo a quienes pilotan bicis o patinetes ajenos a las convenciones propias de las normas de cortesía más elemental y regreso a la superficie de entre las sombras con que nos acaricia el espléndido arbolado del viejo cauce. En un bar desayunan unos jóvenes, tocado uno de ellos con un velo de novia: la noche ha sido muy larga, como parece también haberlo sido para unas chicas de aire vikingo que atacan el 'brunch' (para los profanos: el almuerzo centroeuropeo), parapetadas tras las inevitables 'troleys', también llamadas maletas con ruedas. Por la iglesia de El Salvador me devuelve la mirada el arzobispo Benavent; de vuelta al río, tropiezo con otra cara conocida: la del famoso articulista de esta casa, Esteban González Pons, entregado a la práctica del 'jogging', tal vez del 'footing', quién sabe si del 'running'... Quienes crecimos pobres, carentes del don de lenguas, llamamos a eso simplemente correr; así, a secas. Es otoño en Valencia y aunque nada tengo contra el resto de las estaciones, concluyo que no hay estación mejor para paladear los placeres que regala la ciudad al caminante. Por ejemplo, a los participantes en una marcha a favor la lucha contra el cáncer, esa marea que se pierde hacia Viveros, deja vacías las calles del centro y me regala este festín: el puente de las Flores para mí solito. Hoy puede ser un gran día. Duro con él.
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