El camarero del restaurante gallego del barrio es hindú. Un hallazgo que haría dichoso a Berlanga: puro Valencia, por supuesto. Si quiere usted vivir en ... algún rincón del globo donde habite la lógica, váyase a Escandinavia. De lo contrario, debe aceptar de buen humor esta clase de anomalías, que desencriptadas a la valenciana resulta que no lo son tanto. Hablan en realidad de los códigos que pueblan nuestro tiempo, tan alborotado como aquella torre de Babel: haga como yo la prueba y verá que es imposible caminar por el centro de la ciudad, pero también por sus barrios periféricos, sin que añore poseer el don de lenguas que citaba la Biblia para descodificar las peroratas de nuestros semejantes. Presento de nuevo a mi barrio como prueba de la acusación: en un par de manzanas, la olla común donde residimos alberga restaurantes chinos y japoneses, italianos por supuesto, también un par de kebabs... Otro de cocina turca, un libanés, un asador argentino, otra pareja de griegos... Hay un coreano, un tailandés y desde luego varias hamburgueserías de ésas que nos colonizan y sí: también un café de especialidad... Disponemos además de una taberna andaluza, frecuentada por una legión de guiris que a toda hora del día atacan la sangría y se entienden en idiomas que escapan a la comprensión de un natural de Celtiberia. La globalización empieza por la cocina, concluyo, convertida en una rama más del turismo, una pertinente terminal para indagar hacia dónde vamos, ahora que al menos ya sabemos que venimos de ningún sitio. Y me temo que esa tierra enigmática será el punto de destino de una civilización que se resume bien en un espacio de tamaño tan contenido como Valencia. El territorio que rodea mi casa vale como ejemplo del mañana que se asoma, del presente que ya palpita entre nosotros: cuando el camarero hindú se trabuca con la palabra zamburiña, su hijo se ríe. Pronto dirá che: es también hijo del 9 d'Octubre.
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