Ilustración: Iván Mata
Plaza Redonda

Un país de cacería

Jesús Trelis

Valencia

Sábado, 19 de julio 2025, 23:40

Jugamos a batir al contrario. Con todas las armas. Aunque el contrario sea como nosotros. Con sus pensamientos, sus anhelos, sus gustos y disgustos, su ... vida dura o fácil. Incluso, con sus sueños. Ojos, cara, sangre por las venas. Corazón que late. Insisto, como si fuéramos nosotros. Aunque, pese a ello, estemos en someterlo. En derrotarlo. En la batalla constante. Con escaramuzas verbales, con ataques viscerales, con gritos a discreción... Hay quien va con palos. Y con puños americanos. Quien practica la cacería sin piedad, rebajando a lo mínimo el umbral de la humanidad, de la solidaridad, de la comprensión. Quien impone la ley del incívico y se corona rey del salvajismo.

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Así vivimos. En guerra con nosotros mismos. De manera acelerada, abrupta, sin calcular las consecuencias. Alentando situaciones peligrosas y especulando con bulos y manipulaciones letales. Esas que hacen añico las normas mínimas de la convivencia.

Se organizan cacerías de inmigrantes. Cacerías políticas. Cacerías de periodistas. A la libertad de expresión, a los principios democráticos, a la búsqueda de la verdad. Jugamos a destrozarnos. A destrozarlo todo. Aquí y allí. En Torre Pacheco o en la franja de Gaza; en la frontera de México o en las Cortes Generales; en un barrio degradado de la capital o en el mismísimo Capitolio. El campo de batalla es amplio y diverso. Se impulsan batidas, de hecho, para tumbar a quien decidimos marcar como enemigo. Muchas veces como capricho. Alguien que tiene nombre propio y apellidos. Y familia y amigos. Se señala, por ejemplo, a un político. Y nos cebamos con él hasta extirparle la vida. Lo hacemos ahora y se hizo antes. Se ha hecho con Salomé Pradas o con José Luis Ábalos, a quienes se les dejó sólo cuando se les vio abatidos. Y se hizo con Rita Barberá, cuando vivía. Y se hace pese a que la petición de responsabilidades, la denuncia de corruptelas o las consecuencias de las incompetencias no deberían traducirse en escraches reales o verbales. Porque nada justifica la inquina desmedida. Y no se justifica por inhumano. Y porque sólo la Justicia debe imponer las penas. Solo la Justicia debe marcar el castigo.

Se acorrala a los inmigrantes y embadurnamos su realidad de bulos y descréditos. De mentiras. Arremetemos contra ellos, lanzando falsedades e improperios falaces. Y olvidamos que el futuro de este país está en las manos que llegan de fuera y hacen lo que aquí ya nadie quería hacer. En manos de quien recoge las naranjas, de quien sirve los cafés, de quien conduce un taxi de madrugada, de quien construye los muros de un edificio cuando el sol abrasa... «La inmigración para España ya no es opción, sino necesidad», decía en 'La Vanguardia', el premio nobel de Economía Abhijit Banerjee.

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Aplicamos la crueldad aquí. Y más allá. Incluso alcanzando límites insospechados. Como cuando se bombardean campamentos de refugiados, con niños que acudían con sus garrafas a por agua y acabaron bajo los escombros llenos de metralla. Se rompen las reglas y se lincha a culpables impartiendo justicia al antojo. Y se vapulean las normas y se ataca a inocentes, destrozando la Constitución por la que nos regimos, los principios que se nos presuponen, los derechos mínimos y la decencia que nos distingue como personas. Hay una cacería total a la igualdad de derechos: vivienda, educación, sanidad, trabajo... Y hay una batalla encarnizada hacia la diversidad. Atacar a quien no comulgue con nuestros principios; a quien no ame como creemos que se debe amar; a quien no viste como marquen las modas; a quien da rienda suelta a su personalidad y no se deja llevar por la dictadura de las redes sociales y de tóxicos predicadores. Hay un asedio constante a la autenticidad, a quien se salga de los cánones que algunos creen únicos e inquebrantables. Una necesidad absoluta de levantar fronteras, de cerrar el paso, de menospreciar al otro, de pisotear al contrario, de ridiculizar a quien no te sigue el rastro.

La libertad se ha convertido en la gran presa de nuestro tiempo. Y con ella, la decencia, la ética, el raciocinio, el sosiego, la comprensión, la búsqueda de consensos, la batalla por los derechos universales, el respeto... La humanidad. Y eso se acelera al mismo ritmo que, peligrosamente, vamos naturalizando los extremos. Cuando nos acomodamos en la zona de confort de la indiferencia. Cuando nos limpiamos las manos ante la indecencia. Cuando miramos a otro lado y dejamos que crezca lo visceral. Cuando asumimos que vivir en la angustia es lo lógico; que la tensión contra el distinto no debe cesar; que el abismo debe ser el paisaje al que nos asomemos cada mañana. Sin más. «Miro el abismo / el abismo me mira / somos lo mismo», escribió José Bergamín.

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Hacemos de lo personal, un todo. Olvidamos que la tierra que pisamos no es nuestra. Que el legado, no puede ser la destrucción. Y olvidamos también, absortos por nuestro ombligo, que estamos de paso. Y que la obligación que tenemos es la de convivir con respeto. Dejar hacer. Y que cuando partamos, el mundo esté mejor que lo encontramos. Porque el don que los humanos tenemos, y nos debe distinguir de la vida salvaje, es la capacidad de razonar y dialogar con nuestros iguales. Saber que la escopeta no puede ser el emblema nacional. Que la cacería es algo propio de los primitivos, que practicaban para alimentarse y sobrevivir, no para destruir. La capacidad de comprender que esto no puede ser el juego del calamar; el cortijo de unos extremistas; el país de unos pocos con deje de matones; la vida de unos cuantos que se dedican a azuzar el fuego en la calle mientras ellos viven encerrados en un refugio enmoquetado y entre sorbos de The Macallan. Instigadores de reyertas y guerras despiadadas, que sólo podemos que intentar frenar. Aunque sea, haciendo un llamamiento a la serenidad y ejerciendo la mejor arma que tenemos: la de remover las conciencias y la de trabajar por contagiarnos de humanidad. Una epidemia de esperanza. Como nos inspiró Albert Camus: «Siempre he creído que, si bien el hombre esperanzado en la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde». Camus, quien también nos susurró aquello inolvidable de que la estupidez insiste siempre...

Es domingo, 22 de julio. En medio de todo ello, el ciudadano de a pie cogió la sombrilla y se marchó a la playa. Bajo el sol, pensó que no le representan. Suspirando, se puso a leer el periódico. Este periódico. U otro. ¡Qué más da! Libertad.

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