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Bea Crespo

El peso de una lágrima

El foco ·

La violación de los derechos de los niños de Gaza es una de las acciones más macabras dentro del plan de exterminio diseñado por el Estado de Israel

Edurne Portela

Domingo, 24 de agosto 2025, 00:02

S i quiere acercarse a entender el sufrimiento de un niño o una niña durante una guerra, una ocupación o una persecución por parte de ... un estado genocida, lea 'Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial', de Svetlana Alexiévich. Transcribo parcialmente las dos citas que abren este libro. La primera: «Entre 1941 y 1945, durante la Gran Guerra Patria, murieron millones de niños soviéticos: rusos, bielorrusos, ucranianos judíos, tártaros, letones, gitanos...» (Revista mensual. 'Druzhba naródov', 1985). La segunda: «Mucho tiempo atrás, Dostoievski formuló la siguiente pregunta: '¿Puede haber lugar para la absolución de nuestro mundo, para nuestra felicidad o para la armonía entera, si para conseguirlo... se derrama una sola lágrima de un niño inocente?'» Y él mismo contestó: «No, ningún progreso, ninguna revolución justifica una lágrima. Tampoco una guerra. Siempre pesará más una sola lágrima...»

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Con esta cita de Dostoievski, la Premio Nobel Svetlana Alexiévich me plantea varias cuestiones: la primera es que nuestra absolución, felicidad o armonía plena es imposible. La historia nos demuestra, por desgracia, que los niños son las primeras víctimas en cualquier conflicto, enfrentamiento o guerra. Los niños, sobre todo si pertenecen a una clase social vulnerable o desprovista de poder material, son blanco fácil en las acciones de guerra y castigo: desde las tácticas de tierra arrasada hasta el genocidio por hambre y enfermedad. Porque qué duele más a un enemigo que ver morir a sus hijos, ser testigos de su sufrimiento, conocer el exterminio en sangre propia, saber que se extingue la posibilidad de que el niño, la niña, continúe su legado —familiar y cultural— en la Tierra. Otra de las cuestiones que plantea Dostoievski es que nada justifica no ya la muerte, sino la lágrima de un solo niño. A partir de esta afirmación tan rotunda se podría escribir mucho, pero simplemente dejaré un par de preguntas en el aire.    Detener algunos horrores en los que las víctimas más indefensas son niños ¿no vale una lágrima infantil? Entonces, si esta intervención causa el dolor de los hijos de los verdugos, ¿la inocencia de esos niños acaso no disminuye a ojos de quienes hasta entonces habían sido víctimas? ¿Quién decide qué lágrimas —digámoslo claramente: qué vidas— infantiles valen y cuáles no? La historia nos lo indica y el presente lo ratifica: no todas las vidas de niños y niñas son iguales. Algunas, como ahora mismo las palestinas, no es que no tengan valor para el gobierno de Israel y sus aliados y cómplices. Sí que lo tienen: se han constituido en un objetivo a erradicar.

Pasarán los años y ojalá alguien escriba un libro parecido al que publicó Svetlana Alexiévich (en España: primera edición de 2016 en Penguin Random House; traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González). Desde 1978 hasta 2004, Alexiévich se dedicó a recabar testimonios de niños y niñas supervivientes de la Segunda Guerra Mundial que durante el conflicto tenían entre tres y catorce años. Eran niños soviéticos de todas las partes del territorio: bielorrusos, judíos, gitanos, ucranianos... En total, ciento y un testimonios que desvelan, cada uno con su voz y con la singularidad de la experiencia, vivencias imposibles de imaginar para quienes no hemos pasado por ellas. En este sentido, es un libro de un valor inestimable. En él hay niños que pierden el habla durante años, niñas que son testigos de cómo violan a sus madres, hermanas o abuelas y que nos dejan con la duda de si ellas pasaron por lo mismo, niños que son únicos supervivientes de la matanza de todo un pueblo, la mayoría huérfanos de padre o madre o de los dos, que acaban en orfanatos donde los niños gritan por las noches en un coro de pesadillas. Adultos con heridas sin cicatrizar, que se reabren décadas después, cuando Svetlana comparte con ellas y ellos un té y les pide que recuerden. Muchos dicen que no quieren recordar, pero aun así, comparten sus memorias por un sentido de responsabilidad histórica. Como una niña de aspecto ario que estuvo detenida por los nazis en un centro de menores y que vio morir, consumidos, a bebés y niños más pequeños que ella: «Los médicos alemanes creían que la sangre de los niños menores de cinco años hacía que los heridos se recuperaran mejor». O el niño que pasó dos días metido en una fosa común con los cadáveres de su familia y los vecinos de la aldea y que perdió el habla durante siete años. Podría seguir llenando esta página con fragmentos de estos testimonios, algunos realmente insoportables, como los que narran el hambre durante el sitio de Leningrado. Pero en vez de seguir mirando al pasado, giremos la cabeza a nuestro presente y contemplemos el genocidio programado que está llevando a cabo el Estado de Israel en Gaza. Por increíble que parezca, lo que cuenta Alexiévich en este libro no es tan diferente de lo que está ocurriendo allí.

Según UNICEF, más de 50.000 niños han sido asesinados o gravemente heridos en la franja de Gaza desde el inicio de la ofensiva israelí. Estos son datos de mayo, por lo tanto el estimado actual es, sin duda, más alto. Dentro de estos números hay que matizar el de los niños y niñas muertos por inanición, que suman más de 100, de quienes sufren y sufrirán enfermedades irreversibles debido al hambre. La violación de los derechos de los niños de Gaza es una de las acciones más macabras dentro del plan de exterminio diseñado por el Estado de Israel: el bloqueo de ayuda, la destrucción de hospitales, la contaminación de las aguas, los desplazamientos forzados... se calcula que más de un millón de niños han sido desplazados. En resumen: la aniquilación total de cualquier sistema que sostenga la vida y que permita perpetuarla.

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Si los testimonios que he compartido de Svetlana Alexiévich nos remueven la conciencia y el estómago, si nos hacen ver claramente la brutalidad de una guerra de ocupación y exterminio, si no hay palabras que justifiquen tanta crueldad contra los más vulnerables, ¿cómo es posible que no se quiera reconocer que el Estado de Israel está cometiendo un genocidio, que está programando exterminar todo futuro para el pueblo palestino a través de, entre otros medios, la erradicación de sus hijos? ¿Qué tiene que pasar para que Europa intervenga de una vez con determinación y resolución? ¿No es acaso ese claro horizonte de muerte diseñado para los niños gazatíes suficiente motivo?

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