Lo relata, café con leche y cruasán, uno de esos hombrecillos que todavía se cogen las vacaciones cuando toca y llegan a septiembre bronceados. Ya ... te digo, chico, y me dice; si yo te contara, y me cuenta... Que qué espectáculo el de las perseidas en la Calderona, aquella noche del 12 de agosto en que el ecuador del verano más bien aparentaba su trópico -el de Capricornio, por la vis carnívora, quien se menee carne a la plancha-. Lejos de lo que pudiera parecer, el verdadero objeto del asombro de mi interlocutor no fue la magnificencia celeste, sino el show paralelo vivido entre pinos y alcornoques; tan estrambótico que costaba discernir si la gente había acudido a ver las estrellas o era en realidad al revés y el fulgor cósmico asistía epatado a la lluvia de tarugos derramada allí abajo. Resulta que, mientras España ardía por tres de los cuatro costados, en el paradisíaco enclave natural valenciano un infinito rebaño de sapiens peleaba por su metro cuadrado de verde, los ojos en el cielo mientras colillas y vapeadores, quién necesita pirómanos teniendo domingueros, circulaban de mano en mano. Aquello parecía el concierto de Héroes del Silencio en Cheste, insiste el hombrecillo, cuyo símil me recuerda que su gusto musical siempre anduvo en mis antípodas. Y describe: gente desparramada por el suelo sobre toallas, familias enteras con padres, hijos y hasta abuelas a las que tratan de esquivar los gigantes de metal, arracimados sus chasis en busca de cunetas inexistentes, metiendo el morro donde pueden, duelo de cláxones, el que sube contra el que baja, sólo cabe uno, maridadas las cenas de sobaquillo y neverita con el dióxido de carbono, cocina fusión que diría un moderno, rivales lumínicos los focos y las estrellas ya superada la medianoche... En medio de este enjambre, que daría a Balzac para otra piel de zapa, sólo faltaban ya las pijas en frenética huida, ¡corre, tía, que vienen detrás!, perseguidas por una manada desbocada de avispas al asalto de sus bolsas de nachos y de ese bote de guacamole marca Hacendado que acabarían arrojando al zurrón de la corajuda madre naturaleza, sálvese quien pueda, para satisfacción del ejército himenóptero, sin que un forestal capaz de infundir respeto o al menos un voluntario de cándida linternita se dejaran caer por la zona. Amenazando. Aconsejando. Regulando accesos.
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La mañana siguiente vio despertar al hombrecillo con el cuerpo girado, será porque también él completó cromo a cromo aquel histórico 'Naturaleza y color' ochentero. Mientras desayunaba se echó a la cara el eslogan, 'Stop al foc', generoso anuncio a página entera en los diarios locales, y apenas estrenada la tarde le escupió el móvil el incendio de Teresa de Cofrentes, «última hora», menos suertudo el macizo del Caroig con su rayo que la Calderona frente a esa otra variante de tormenta seca llamada jauría humana.
En materia de prevención medioambiental nos pasa como con Santa Bárbara, viramos hacia el olvido hasta que tenemos el trueno encima, y entonces se despliega la búsqueda de culpables. Quizá tenemos lo que merecemos, llámalo karma, llámalo estupidez, y Darwin se pasó de optimismo con su teoría de la evolución: ni el más tonto de los primates prendería fuego a su propio lecho.
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