Rosebud

Las dos rutas

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 14 de julio 2025, 23:35

Antes de que alguien me diagnostique un síndrome de Diógenes 'oversize', decido dedicar el primer día de vacaciones a tirar los cachivaches arrinconados por mi ... desidia en esa planta baja que aspiraba a cochera y jamás pasó de trastero. Alienta mi contrición el calendario, en el pueblo donde moro se reservan los miércoles al exterminio del cacharro decrépito y el andrajo en general, así que según va apagándose la tarde previa arramblo con la quisca, dispuesto a dejar aquello como los chorros del oro.

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A la marcheta encadeno viajes hasta que, no llevaré ni tres, diviso su modesta bicicleta apoyada en un contenedor. A escasos metros está él, agachado, cara de decepción mientras abre el microondas que acabo de abandonar, inservible desde el año de la picor. ¿Qué esperabas?, pienso y no le digo; por algo lo estoy tirando. Ojos afilados como los punzones de la desdicha, bajo unas gafillas de ejecutivo que el contexto desmiente, clava su mirada en la mía tras repasar la bolsa que arrastro, donde asoma la vieja Nespresso. ¿Funciona? Le confirmo que no, lo corrobora por sus propios medios, trepa a la bici y se va, no sin antes poner boca abajo en busca de Dios sabe qué una cajonera de plástico con la que alguien se me anticipó.

Sigo a lo mío y como devoto de Juan Valdez llega ahora el turno de la Dolce Gusto. Me ahorro el desplazamiento, pues tal cual salgo de casa aparece un coche, padre al volante, mujer y dos churumbeles detrás. «¿La va a tirar, jefe?» Asiento casi avergonzado, que la quincalla no tiene depósito de agua y el motor se quemó, pero hacérselo saber no lo retrae. Que da igual, que él la arregla; la agarra ansioso, se despide agradecido llamándome «rey» y yo, recién coronado, pienso en la última estadística de Save the Children. Si en España uno de cada tres niños es pobre, en ese auto van dos.

Caminante sí hay camino. Hago ahora el mío con un macetero descascarillado, que no recuerda su última planta, cuando me apunta otro tipo con el mentón. Interrumpe su inspección de mi destartalado tendedero de aluminio, ni cinco minutos hará que lo deposité, tan quebrada la pata que no se aguanta en pie, y pregunta si llevo algo de hierro. Zalamero, este me llama «maestro». Le ofrezco la Nespresso que el primero rechazó y con gesto de 'menos da una piedra' la lleva a su furgoneta. De copiloto va la mujer, y entre ambos una niña. Otra más.

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Es turno de la alfombra, grimosa de nacimiento. Más que tintorería necesita un milagro, aunque disiente la familia que apenas desprenderme de ella le hace los honores. Los conozco, sin ser ricos no son pobres, pero el nivel de la angustia ha subido. «Está nueva, se lava y nos puede valer», se engaña ella, y allá que carga él con mi despojo, directo del contenedor al comedor.

Cuarto creciente en el ventanal del salón. Abro una cerveza, va por la faena bien hecha, y adivino en la distancia el pedaleo del de las gafillas de ejecutivo. Segunda pasada: escudriña los ajados muebles de Ikea que casi me desloman en el tramo final y se larga, otra vez de vacío. Siento haberle sido de tan poca utilidad. Muy mal está la cosa cuando sacas tu mierda a la calle y te la quitan de las manos. Ahora sé que en mi pueblo tenemos dos rutas: la del colesterol, que discurre por el carril bici, y la del hambre, entre cubos de basura una noche a la semana.

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