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Las cinco salas de Cristina Prados

Ahora baila entre los manteles de BonAmb, pero otras tantas estancias han acompasado su carrera. A punto de recoger el galardón de la Real Academia de Gastronomía, que la reconoce como Mejor Directora de Sala de España, le hemos pedido a Prados que pasee con LAS PROVINCIAS por cinco estancias

ALMUNDENA ORTUÑO

Jueves, 10 de noviembre 2022

El miércoles 19 de octubre, Cristina Prados recargó varias veces la batería de su teléfono. En todo el día, no dejó de recibir felicitaciones. ... Las primeras fueron de su familia, pero también de antiguos compañeros de profesión. Una vida entera pasando ante su WhatsApp. Había sido premiada como Mejor Directora de Sala de España, un reconocimiento que recogerá el próximo martes, 15 de noviembre, durante la gala de la Real Academia de Gastronomía en Madrid. Y aunque en un primer momento se quedó de piedra, luego recordó que estaba librando y decidió salir a celebrarlo. Con champán y con ostras.

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Que nadie se llame a engaño: sus orígenes son muy humildes. Desde junio de 2018, la vida de Cristina está en Xàbia, porque es directora de sala del restaurante BonAmb. Y por una pirueta del destino, se trata de la ciudad donde nació. «Creo que es el motivo de que el mar me fascine, aunque en realidad crecí en València», admite. Concretamente, en el barrio de Orriols, adonde llegó con 9 años, tras el divorcio de sus padres. «No teníamos la mejor situación económica y tampoco me gustaba estudiar. De adolescente me saltaba las clases para tocar la guitarra en el parque o ir alguna manifestación», relata. Y claro, su familia echó el freno. Corría marzo de 2000, y emitían un especial de Ana Rosa Quintana desde el Palau de la Música, donde su madre era vigilante de seguridad.

Primera sala: el Palau de la Música

Así fue. El primer trabajo de Prados consistió en servir los bocadillos del catering para el equipo de Ana Rosa. «No sabía ni llevar una bandeja», reconoce, pero se desenvolvió. Durante los próximos meses, se quedaría en el mismo espacio, detrás de la barra, tirando cervezas, durante las mañanas en las que había concierto. «No lo tenía previsto, pero me sacaba un dinero», recuerda. Más allá de cursos puntuales, esta profesional nunca ha estudiado en un CdT ni ha pasado por una escuela de hostelería. Ahora es ella quien imparte formaciones a estudiantes de Sala, y es algo que considera fundamental, «teniendo en cuenta que los niveles de exigencia son cada vez mayores». Si ella los ha alcanzado, es gracias al periplo que venimos a relatar. Salto de número 30 al 38 del Paseo de Alameda.

Segunda sala: Hotel Holiday Valencia

El extinto Hotel Holiday, perteneciente a una multinacional americana, fue la primera escuela de Cristina. Estuvo echando currículums con su abuela, la llamaron desde una ETT y le ofrecieron un trabajo a jornada completa. «Tenía 20 años y no había pisado un hotel en mi vida», se sincera. Aunque empezó como ayudante, fue subiendo de rango: de la cafetería a la piscina, de la piscina al restaurante, hasta acabar asistiendo a las reuniones de control y aprendiendo sobre logística. «El director del hotel fue el primero que me puso una americana. Me sugirió que probara en sala y yo me lancé», cuenta. Le faltaban tablas, claro. «Un día estábamos en una reunión y pregunté a qué cliente pertenecía una factura de China. Lo que ponía era que habíamos pedido unas tazas, pero yo no sabía inglés», cuenta. Le dio tanta vergüenza que quiso reparar la carencia. Y se fue a vivir al extranjero.

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El Champán de la Yaya

Cristina llega a la entrevista con una botella y una copa en la mano. La misma con la que posa. Me pide que la pruebe durante la entrevista y, entonces, leo la etiqueta. 'El Champán de la Yaya', reza. «Es que la hice para mi abuela. Tiene una concentración en miel muy alta y fuertes notas de jengibre. Intentaba que fuera como una hidromiel», explica. Luego revela que le gusta elaborar cervezas y otras bebidas en casa. No hay viaje que se le resista.

Tercera sala: La Sucursal en el IVAM

De la etapa irlandesa poco tiene que decir. Aprendió inglés, pero trabajó en hostelería de batalla. No sabía que estaba a punto de empezar su mejor etapa profesional. Una semana antes de aterrizar en España, recibió la llamada de Javier de Andrés. Y en 2006, entró a formar parte de La Sucursal, por entonces situada en el IVAM, que era el restaurante más pujante de la ciudad. «Al ver a Javier o Manuela Romeralo en la sala, me dio un ataque de humildad y pensé que no iba a estar la altura. Ellos me tranquilizaron y me prometieron que me lo enseñarían todo», revela. Y vaya si lo hicieron. Habla de ambos como de sus verdaderos maestros, que le enseñaron a fijarse en el detalle -si un comensal es zurdo o diestro, si está de buen o mal humor-, a tener una conversación fluida con una mesa difícil o a moverse con elegancia por la sala, acabando numerosos emplatados en mesa.

«Al ver a Javier de Andrés o Manuela Romeralo en la sala, me dio un ataque de humildad y pensé que no iba a estar la altura. Ellos me prometieron que me lo enseñarían todo»

Precisamente, esa «puesta en escena elegante, pero cercana, explicando los productos y procesos de elaboración al cliente», y el servicio en la propia mesa, «donde se aprecia su carisma y su mano experta», es lo que ahora ensalza la Real Academia de Gastronomía.

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Cuarta sala: en 'furgo' hasta Sucede

Se fueron los buenos tiempos. Los del ticket opulento y las botellas de champán que. en más de una ocasión, los comensales abandonaban sin terminar. Así lo recuerda Cristina, que en 2016 abandonó La Sucursal y se dispuso a viajar por el mundo. «Necesitaba parar, muchas veces he buscado esas temporadas de reflexión», explica. Así que desalojó su ático, guardó todos los enseres en un trastero y se subió a una 'furgo', con la que recorrió Francia, Italia y Eslovaquia. «Pero en plan muy hippie. Estuve en la puerta de La Osteria Francescana, pero ni siquiera entré», explica. No es que tuviera ganas de regresar, pero le llamó Jorge Beltrán. «Me habló de un chaval que venía de El Bulli, que acaba de llegar a la ciudad con ganas y que tenía una propuesta muy interesante para Alma de Temple», recuerda. Aquel chaval era Miguel Ángel Mayor, y el restaurante se llamaría Sucede.

Es una etapa que recuerda con poco cariño. «No cuajé», admite. Por primera vez en su vida, la despidieron, aunque subraya la amabilidad de las formas. Hasta le agradecieron más tarde la Estrella Michelin. Por entonces, la pillaron haciendo snowboard en Andorra.

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Quinta sala: y se hizo BonAmb

Y así es como hemos llegado a BonAmb. Ni barra, ni restaurante de hotel, ni -a pesar de las 2 Estrellas Michelin y los 3 Soles Repsol- estrictamente un gastronómico. Cristina Prados habla de una sala familiar. «Las funciones no están totalmente compartimentadas y todos hacemos de todos, sobre todo cuando hay eventos», reconoce. A ello se suma la crisis de personal en el sector, que complica encontrar camareros a la altura del restaurante. Una vez más, ella envió un currículum, y salió bien. No solo le ofrecieron ser la jefa de sala, sino hacerse cargo de El Elefante, un proyecto a futuro que no tardará en llegar. La vida en Xàbia le resulta «muy dulce», tiene buen trato con el chef Alberto Ferruz y todos los días pasea por la playa. Suena a retiro dorado, «pero de retiro nada», bromea.

«Mi cliente preferido es el que viene a disfrutar. El que nunca ha venido y se nota que lo vive especial. O el que parece muy difícil, pero me voy llevando a mi terreno»

Es una actriz enamorada del escenario. «Salir a la sala se vive de forma muy parecida a salir a escena. Haya pasado lo que haya pasado, tu papel es que el cliente disfrute y se sienta bien. Si lo consigues, te recarga de adrenalina», destaca. A pesar de tantos años de oficio, detecto que la mirada todavía le brilla, y no quiero que la conversación se termine. «¿Cuál es tu cliente preferido?», pregunto. «El que viene a disfrutar. El que nunca ha venido y se nota que es una ocasión especial. O el que parece muy difícil, pero me voy llevando a mi terreno. No sabría elegir: el cliente tiene algo que engancha», responde. Y mientras cierro la libreta, pienso que ojalá todos los camareros sintieran lo mismo.

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