El desierto de un solo árbol
En Bahrein no hay ni playas, así que van por andurriales polvorientos como al campo de picnic. Uno no espera a Lawrence de Arabia sino a bandas de moteros que te dan el palo
Íñigo domínguez
Miércoles, 5 de agosto 2015, 20:13
"¿Seguro que quieres ir al desierto? No hay dunas ni nada, solo tubos, hierrajos y pedruscos, un paisaje de Mad Max", me dicen Ambrosio y su chica, Pixie, los amigos de Bahrein que me acogen en su casa. Parte de esos miles de españoles desterrados por el paro. Soy el primero que va a verles en dos años. Se está fresquito con el aire acondicionado y es bonito pasar las horas con los amigos bebiendo y fumando, y casi añadiría sin parar de reír si no fuera porque quedaría marcado como un desecho de los ochenta. Hoy no me podía levantar con la resaca de mi primera noche de ramadán y mi lema no es el habitual: no dejes que una buena noticia te estropee la realidad. Los periodistas nos obcecamos y es mejor disfrutar de la vida que ponerse a trabajar, pero también pasando el rato uno encuentra historias y se matan dos pájaros de un tiro. Nos vamos en el Hyundai a patrullar y ni cerramos la puerta de casa. Es un país muy seguro.
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Manama, la capital, es más bonita de noche porque no se ve. Tiene un centro de rascacielos y luego una extensión de barrios bajos y anodinos. Pese a que las guías se esfuerzan en venderte cada lugar como si fuera interesantísimo no hay mucho que ver. La ciudad está desierta por el ramadán, con un calor sofocante, pero Pixie tiene que moverse con un chal. Peor es para las señoras de negro shocking, la tradicional abaya hasta los ojos. Los escaparates son lo más aburrido que una mujer pueda imaginar. Aunque ellas ven matices, calidades y ahora están osando con los colorines. Es el debate de moda del momento en el mundo árabe, porque resulta que el Corán no dice nada del color exacto y a Arabia la abaya llegó en los años treinta. En la oficina de Pixie algunas chicas van con vaqueros, pero a veces se levantan perezosas y es perfecto, porque debajo puedes ir en pijama, no todo son inconvenientes.
Con los hombres es muy curioso, porque ni sabes si están casados. No hablan de su mujer y si vas a su casa ellas no salen de la cocina, son sombras que se mueven en el pasillo. Ambrosio y Pixie son amigos de alguna pareja joven bastante abierta y hasta tienen algún colega descreído y medio agnóstico. Bahrein, con todo, tiene fama de ser uno de los países más relajados del Golfo, comparado con lo que hay por ahí. Hay bares con alcohol y las mujeres tienen cargos y cierto espacio público. Dentro de los nuevos ricos, ellos y los kuwaitíes son los más viejos. Quizá también por eso la gente es más abierta y simpática, al revés que en Catar y Emiratos.
El viejo y modesto palacio real, del siglo XIX, da la idea del salto que pegó el país cuando en 1932 descubrieron petróleo. Fue el primer lugar de toda Arabia, y en el sitio exacto han hecho un museo al que no va nadie. Y menos mal que lo encontraron, porque esta isla de paso de las rutas portuguesas y británicas vivía de las perlas y justo entonces los japoneses hundieron el mercado al idear el modo de cultivarlas. En Bahrein fueron los primeros en tener petróleo, pero también donde se está terminando antes. Ya están con el plan B: ladrillo, finanzas y Fórmula 1. Por el camino se han cargado la isla. No hay ni playas, todas guarras, salvo alguna privada. Parece ser que antes Bahrein era un vergel, con grandes reservas de agua subterránea, y se sitúan aquí las descripciones del jardín del Edén de la epopeya sumeria de Gilgamesh. En medio del desierto hay un solitario arbolito de connotaciones épicas: le llaman el Árbol de la Vida. El único en kilómetros a la redonda.
Beduinos con consola
Llegamos allí por andurriales polvorientos donde, en efecto, uno no espera ver aparecer a Lawrence de Arabia, sino a una banda de moteros que te van a dar el palo. Es un espacio muerto industrial con gaseoductos y cañerías surcado por camiones. Sin embargo a la gente de Bahrein le encanta irse al desierto, representa sus orígenes. Las continuas descripciones del paraíso en el Corán siempre insisten en un único detalle: que tiene ríos. Luego añade tías y sofás, pero lo definitivo es eso, que hay agua a raudales. Si la revelación hubiera sido en Siberia la promesa sería de calefacción central.
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En Bahrein van al desierto como al campo y a veces plantan las tiendas como en una romería. "Dicen que son beduinos, pero les ves acampados en un secarral jugando a la consola y derrapando con los quads", dice Ambrosio. Es como si tuvieran cierto complejo de culpa por haber traicionado al desierto y haberse ido con otra, con la ciudad. Es normal que padezcan cierta falta de identidad, ha sido un cambio brutal. Los más viejos se pierden en los centros comerciales. La desorientación es incluso topográfica: media ciudad ha crecido donde estaba el mar.
Al llegar al Árbol de la Vida bajamos del coche y tardo unos segundos en descartar que nadie me esté apuntando con un secador de pelo al máximo. Te arde la nariz al respirar. El árbol es una gran acacia retorcida, doliente, en una colina. La gente va hasta allí a hacerse fotos. Dos tipos aburridos sentados en unas piedras vigilan lo que queda del paraíso, en la tierra.
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