La piscina de bolas del genio de la cocina actual
Jordi Roca escribe el futuro de la gastronomía con nubes que te hacen llorar de emoción, convirtiendo en postre un libro de Proust y haciendo que miles de clientes devoren felices su prominente nariz helada
MISTER COOKING
VALENCIA
Viernes, 8 de agosto 2025, 00:14
Si fuera Holmes, le diría a Watson: «Querido, no sé porqué, pero me voy a meter en este berenjenal en pleno agosto». Pero Watson me miraría condescendiente y suspirando respondería: «vamos a ello, Sherlock, vamos a ello». Él sabía mejor que nadie que, cuando algo se le metía en la cabeza, llegaría hasta el final. Y, sobre todo, él sabía que Holmes -como le pasa a Míster Cooking- siempre necesita que algo se le cuele en la cabeza. Aunque sea el enigma más absurdo. Como, por ejemplo, desvelar quién es la estrella más efervescente de la cocina española actual. Si es que eso se puede sentenciar. Que temo que no. En cualquier caso, como le pasaba al gran Sherlock: «Mi mente se rebela en el estancamiento. Dame problemas, dame trabajo, dame el criptograma más abstracto o el análisis más complejo».
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A mí, el destino me lo dio. Fue una fotografía navegando entre las miles de mi móvil. La imagen de una pequeña taza de porcelana china convertida en piscina de bolas. «¡Si es que es único!», murmullé al recordar al autor de tan sublime (y deliciosa) majadería. Y pensé tanto en él que, jugueteando a ser un becario rezagado de Conan Doyle, me puse a investigar por qué en mi cabeza existe la sensación de que, sobre este señor que supura ingenio, se asientan las bases del futuro de la alta gastronomía. Por qué, en medio de tanta voltereta culinaria, de tanto bucle gastronómico, de tanta repetición e imitación, de tanta vuelta atrás o involución, de tanta nostalgia y depresión por no saber a dónde vamos, él se impone con una autenticidad que le hace brillar. ¿Un postrero -como él mismo se denomina- con el futuro de la gastronomía en sus manos? Por qué no. Como el detective de la capa y la pipa: «Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante». Y son sus pequeños grandes detalles los que avalan la afirmación. Jordi Roca es el genio que ya escribe el mañana de la cocina española.
Cuando iba en triciclo
Todo comenzó cuando el pequeño Jordi correteaba con triciclo por las calles del barrio de Taialà, mientras sus hermanos ya hacían sus pinitos en el Can Roca original. Aquella casa de comidas donde la siempre admirada y querida Montse Fontané -la madre que cocinaba sopa de hierbabuena- hacia sus calamares y canelones y, sobre todo, hacía parar a los viajeros de paso. Jordi mamó, ya entonces, la cocina de sus padres y de sus hermanos. Y los sacrificios del trabajo; las esencias de lo que es ser familia, y las exigencias del lugar, al que siempre ha seguido atado. Todo se impregnó de esa magia que, sin ser consciente de ello, le llevó más tarde a convertirse en postrero. Y más tarde aún, en el postrero mayor del reino. Todo, además, gracias a esa esponja que es su cabeza y que, además del tsunami familiar, se encontró con las formas y las técnicas de un galés llamado Damián Allsop (chocaletier). Fue él quien le condujo, ya metido en el Celler, por la magia de la cocina en dulce, a la que se quedó atrapado como un oso a un tarro de miel. Winnie Jordi de Pooh. A eso y al reto de hacer con ella algo trepidantemente rompedor. Porque, con el tiempo, ha sido capaz de hacer volar sus postres por las cabezas del comensal y conseguir que miles de clientes acabaran chupándole la nariz. Para más gloria de sus rocambolescos helados.
En efecto, Jordi llevó la postrería a otro nivel, hasta, incluso hacer que su filosofía creativa rompiera casillas en la propia estructura de la cocina y, paso a paso, vaya impregnando todo el menú del Celler de Can Roca que, más allá de las guías y listados de sesudos inspectores, sigue siendo el mejor restaurante del mundo. Ese en el que, además de vivir una experiencia gastronómica insuperable – a instantes sublime-, siempre te llevas contigo un zurrón de valores y principios que alimenta el estómago y tu cabeza. Esos que quedan plasmados en una simple sardina que te da siempre la bienvenida a su casa. Recordando, de donde venir. A dónde vamos. Ya lo decía Séneca. Siempre con los estoicos: «La sencillez y claridad distinguen el lenguaje del hombre de bien».
Esos valores y principios, siempre han diferenciado al Celler. Y Jordi, a su manera, los ha ido absorbiendo de sus padres y sus hermanos. Cogiendo lo mejor de ellos. Que ya les digo, son vitales e inquebrantables. Porque lo que Joan Roca transmite, su filosofía de vida y cocina, son un compendio de humanidad insuperable. El mayor de la saga tiene la mejor técnica, posee más equilibrio que Philippe Petit -que cruzó las Torres gemelas sobre un cable-, luce una mirada vivaz y única, alberga un alma desbordada que impregna todo y ostenta un liderazgo que permanece más allá de su presencia. Como Josep, que convierte su mundo en un planeta único que sólo él puede transmitir -y nadie alcanza su autenticidad y nivel- . Una forma de ser y hacer que le convierte en el rey indiscutible de los vinos y la sala. El que solo con su mirada, de bondad profunda y sabiduría desatada, logrará que quedes atrapado en sus palabras y flotes, quizá sumido en la melancolía más absoluta, mientras él te habla de mundos líquidos y vidas con sentido. Pitu es filosofía empapada de vino. Un destilado de sentido común.
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El amigo secreto de Peter Pan
Jordi, el soñador de la familia y, al tiempo, portento de imaginación, intuición e inteligencia, ha sabido -de forma innata- asumir lo mejor de sus hermanos para que el camino que se dibuja ante ellos con los años tenga en su brújula el mejor destino. Porque Jordi ya tiene la profesionalidad desbordante de Joan y Josep; tiene la experiencia culinaria del Celler, metida en vena; tiene los principios de Montse y Josep, que son una autopista a la humanidad, y tiene una coctelera interior en la que todo eso se mueve de forma frenética incluyendo algo que solo habita en los elegidos: magia y luz. El don de la chispa, del estallido, de la creatividad ilimitada, de la poesía no escrita sino descarnada…. Tiene genio. El mismo que habitaba en la lámpara de Aladino. Que sale de su interior cuando frota sus pensamientos. Y entonces convierte sus platos en sentimiento. El ingrediente que hace que algo tenga alma. Porque un plato hecho con gran técnica, mucha pasión y cierto don, sólo alcanzará lo sublime cuando despierte sentimientos. Y no está en manos de uno conseguirlo. Es cosa, insisto, de genios. Como aquel que describió a Melquiades entrando con dos grandes imanes en Macondo; como aquel que pintó elefantes con piernas de jirafas; como aquel que hizo que la mirada de una mujer cautivara hasta hoy a quien le observara... Ella, diminuta, encerrada en una urna de cristal en Louvre, donde sigue siendo adorada.
Jordi es un personaje que se le escapó a Lewis Carroll cuando escribió Alicia; el postrero que hizo enloquecer al sombrerero
Jordi tiene la chistera en el cerebro y juega a articular platos -como Legos- con los que goza contigo como un niño en la arena de esa playa donde desemboca la fantasía eterna. En la mesa del Celler, logra que duendecillos bailen alrededor del tesoro del cacao; en la mesa del Celler, hace que saborees los paisajes húmedos de Girona y que descubras a que sabe un amanecer o una primavera desatada; en la mesa del Celler, te enfrentas a la esencia de la vida, cuando se posa ante ti una nube de mandarina que es capaz de hacerte llorar de forma desconsolada. Llorar emocionado porque sabes que detrás de ella, hay un volver a nacer, una estrella que brilla hasta cuando el sol la eclipsa con sus destellos y querer volar hacia el futuro.
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Ésta es la historia -por tanto- de un postrero al que la Reina de Corazones le hubiese gritado: ¡que le corten la nariz! ¡que le corten la nariz! Un personaje que se le escapó a Lewis Carroll cuando escribió Alicia: el alquimista que hizo enloquecer al sombrerero loco y reír al gato de Cheshire. Ésta es la historia de un tipo que te hace viajar por los laberintos de un libro viejo (o viejo libro). Y, entre destilados de tiempo, vas viviendo lo que Marcel Proust te quiso describir, cuando aquella magdalena le hizo emprender el viaje más trepidante que la memoria pueda ofrecerte. Esta es la hazaña de un moderno Alfanhuí, que conduce el coche de Barbie por el castillo de Espirit. Es el amigo secreto de Peter Pan, con permiso de Pitu y de Joan. El que le enseñó a volar. Es un personaje 'daliniano' que te da besos de pomelo; que te ralla un cerebro de coco ante ti; que juega contigo sin parar para hacerte feliz: provocarte carcajadas, hacerte pensar, invitarte a soñar, empujarte a escapar… Cantar, reír, gritar…
«Querido Watson, ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de minucias». Y son esas pequeñas anécdotas, precisamente, las que hacen que Jordi sea ya la piedra angular del futuro de los Roca, quien mantendrá vivo el legado de la familia, también con sus sobrinos Marc y Martí, y quien dará una nueva vida o visión a la nueva cocina española. Donde lo redicho y estipulado, necesita ser reinventado. Donde volver a Ferrán Adrià, sea algo más que replicar el camino recorrido. Donde la experiencia de sentarte en un restaurante de alta cocina te lleve, cada vez más, por un sendero que sólo unos pocos osan (o pueden) atravesar. La senda de los sentimientos. Esa senda en la que, de pronto, liberado, te ves chapoteando en una piscina de bolas metida en una taza de porcelana fina. Como si estuvieras en casa de Sissi. O de Barbie.
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