Un menú del día de Hospitalet sirve los mejores callos del mundo
La octava edición del Campeonato Mundial de Callos, que abre el programa de San Sebastián Gastronomika, corona a L'Artesana de Santa Eulalia
Tiene algo de justicia poética que un restaurante modesto —francamente barato—, entregado a servir menús del día a sus vecinos en la periferia obrera de Barcelona, reciba un premio de categoría mundial en uno de los congresos más prestigiosos de la gastronomía. L'Artesana de Santa Eulalia, en Hospitalet de Llobregat, acaba de alzarse con el primer premio en la octava edición del Campeonato Mundial de Callos, que da el pistoletazo de salida a San Sebastián Gastronomika Euskadi Basque Country. Su receta, además del callo, lleva «cap i pota, garbanzos, un buen sofrito de jamón y chorizo, pimentón de la Vera, mucha reducción y mucho cariño», detallan Héctor Barbero, Pau Pons y Romina Reyes con el galardón —una escultura dorada, mitad vaca, mitad cerdo— en la mano.
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En un certamen de alto nivel, con propuestas llegadas de Asturias, Galicia, Cantabria, Madrid o Bizkaia, los callos de L'Artesana de Santa Eulalia han destacado por la finura de su salsa, el ensamblaje preciso de los distintos ingredientes, un toque de picante bien medido y una textura gelatinosa impecable. La receta es el fruto de un largo afinado por parte de Barbero y Pons: «llevamos ocho años tratando de mejorarla», explican. Así han construido esta versión tan personal del guiso tradicional que les ha valido el triunfo. No es su primer intento: es la tercera vez que se presentan a un campeonato que, en ediciones anteriores, ha coronado a restaurantes como el riojano Echaurren, el madrileño Zalacaín, el malagueño Tragatá o el gallego Simpar, vencedor el año pasado con una receta que, curiosamente, también llevaba garbanzos.
L'Artesana abrió hace poco más de un año en Hospitalet, pero es hermana de otra casa de comidas del mismo nombre ubicada en Poble Nou. Ofrece un menú del día por poco más de 16 euros, basado en cocina catalana actualizada, y una pequeña carta de tentempiés con bocadillos y raciones. Los callos no faltan nunca: se pueden incluir en el menú por un pequeño suplemento o pedir a la carta por unos 10 euros. Su vocación popular se percibe desde el letrero, con una —¿irónica?— tipografía Comic Sans, y en un interior sin florituras que parece gritar: aquí se viene a comer. Pau Pons pasó por el prestigioso Gresca, de Rafa Peña, antes de embarcarse en este proyecto junto a Héctor Barbero, y eso ha hecho que críticos como Philippe Regol o Cristina Jolonch le hayan seguido la pista hasta la periferia.
Entre los finalistas predominó el norte: el bar O Timón de Ferrol; las asturianas La Gitana, en Gijón, y La Tabernilla, en Oviedo; la cántabra Taberna Solana; la palentina San Remo; o la bilbaína Bikandi Etxea. Desde Madrid concursaban La Barra de la Tasquería y Hevia, y desde Barcelona, Deliri. Entre el jurado, que incluía nombres como Elena Arzak o Sacha Hormaechea, hubo consenso al nombrar al ganador en una final de «nivel altísimo».
Foro de taberneros
El concurso de callos ha sido el plato principal del segundo Foro de Tabernas y Taberneros, iniciativa estrenada el año pasado como aperitivo de San Sebastián Gastronomika para dar cabida en el congreso a la hostelería de base. La jornada arrancó con una charla del sociólogo Javier Rueda, autor del libro Utopías de barra de bar, quien reflexionó sobre el papel de los bares no solo como despachos de bebida y comida, sino como espacios de convivencia y de transmisión de saber. «Un pueblo sin bar es un pueblo sin plaza», afirma Rueda, que ha estudiado distintas tipologías regionales —del chigre asturiano al teleclub canario, pasando por el furancho gallego— para extraer particularidades, pero sobre todo puntos en común. A pesar del auge de la hostelería más intensiva, «esos bares de pueblo o de barrio a los que uno va a estar corren peligro».
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En esos bares de pueblo a veces no se bebe el vino en copa de cristal, sino en vaso. El Master of Wine Fernando Mora propuso, para cerrar la jornada, una interesante cata en torno a los distintos recipientes típicos de la hostelería popular en diversas regiones del país: desde un catavinos jerezano a un vaso de txikito de Bilbao, pasando por un vaso castellano o una cunca gallega. En tiempos de homogeneización —de los sabores, pero también de la vajilla—, su recorrido fue un alegato a favor del vino como algo pensado para el disfrute sencillo, como un buen plato de callos.
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