«¿Qué día es hoy?» Lunes, respondo, mientras busco una cazuela en la misma cocina en la que he desayunado durante años leche con cola- ... cao y en la que ahora echo de menos el olor a estofado, a lentejas y a garbanzos, aromas culinarios de una infancia que ya no volverá. Porque algunos no están y otros no están cómo estaban. Extraño el sabor de las cuajadas caseras, de las croquetas y de las tortillas de patata tal y como se hacían en esa cocina. Y por más que ahora esté yo allí, intentando ocupar un lugar, preparando arroz y filetes, me siento un farsante que no está a la altura de ese escenario.
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Los personajes han intercambiado sus papeles. Soy yo el que recuerdo la medicina que debe tomarse por la mañana, el que me ocupo de que no falte fruta tras cada comida, el que me levanto temprano para encender la calefacción y que no pase frío cuando despierte. ¿Qué día es hoy?, ha vuelto a preguntar. Lunes, respondo. «¿Y mañana?» Martes, le confirmo. Sería indiferente que fuese jueves, sábado o domingo. Ya todos los días son iguales, porque los días han perdido su valor simbólico -el del principio o fin de semana- para convertirse en espacios de tránsito donde suceden las mismas cosas. Donde en realidad ya no sucede nada.
«¿Qué día es hoy?» Lunes. Y los lunes se ducha bajo mi mirada atenta para que no le ocurra nada. Y le escojo la ropa y le peino para que se sienta guapa. Ella sonríe al verme y no sé si lo hace por mi falta de destreza o porque simplemente se encuentra a gusto. Me mira y me reconoce, aunque ya no sepa dirigirse a mí por mi nombre y aunque no sea consciente de todo lo que representa. Bajamos a la calle, ve que hace sol, se gira y me repregunta qué día es hoy. Ni siquiera creo que le interese la respuesta. Me agarra del brazo y comenzamos a andar. No vamos a ninguna parte, porque ya no hay ninguna parte a la que ir. Caminamos hacia el infinito para que pasen las horas, con el temor de que pasen los días.
Caminamos hacia el infinito para que pasen las horas, con el temor de que pasen los días
Recorremos lugares cargados de recuerdos, que ella ya ha dejado escapar. Le señalo el colegio al que me llevaba de niño, asiente como si se acordara, y sonríe porque sabe que así todo se soporta más felizmente. Incluso el olvido, que es la peor de las condenas. Le pregunto si reconoce el parque o el mercado. Y afirma sin convicción, como si le interpelase. Y se queda pensativa, o eso parece. Adivino qué va a decir. Y antes de que formule nada le digo que es lunes. «¿Cómo sabías que te iba a preguntar eso?».
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Porque ahora me toca a mí anticiparme, suponer lo que necesita, adelantarme a lo que pueda venir para prevenirle, tener todas las respuestas, hacer que se sienta arropada. «Ahora me toca a mí cuidarte». Y ella vuelve a esbozar una enorme sonrisa para fingir que me entiende. Y al cabo de un rato vuelve a interrogarme. «Es lunes mamá, hoy es lunes».
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