Sentarte frente a los togados en esa parcelita de los acusados que te congela el culo, destila al menos una ventaja: consigues adoptar semblante de ... buena persona, de persona que jamás rompió un plato, de persona bondadosa que está ahí, justo ahí, por una pésima jugada de la vida fruto de la mala suerte y de una serie de rocambolescos acontecimientos. Eres inocente, siempre. Tu faz así intenta expresarlo. Salvo que gastes el careto del gran Edward G. Robinson, de Klaus Kinski o del recién fallecido Udo Kier, tu rostro suele proyectar tono inofensivo.
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Cuando observas al clan de los Pujol ahí apalancados, detectas una familia numerosa que viste un poco muermo, un tanto moroso, y que desprende aire de aburrimiento, de fastidio, de «y a mí qué me cuentan, si soy un Pujol». Sorprende que, presuntamente, oye, toda la familia participase en el chanchullo que les fertilizó las buchacas a todo trapo pues acaso a esa calderilla la anabolizaba un poderoso viento de tramontana. Las comparaciones siempre son odiosas (sobre todo para el que sale perdiendo), o quizá «ociosas», como dice Goñi, ese personaje de «Las horas muertas», la estupenda novela de Jorge Alacid. Pero es curioso comprobar el vapuleo que sufrió Camps por los célebres tres trajes, y la escasa atención que se le presta a esta gran familia pese al baile de, en fin, presuntos millones. Cabría añadir que, en Cataluña, son intocables. Detalle fundamental que revela el pensamiento oscuro de muchos catalanes. Sepultan sus fallos y fingen que nada sucedió. No les importa. Total, el dinero público no es de nadie, ¿verdad? Y mucho menos si se captura mediante astutas comisiones. Quizá los valencianos nos pasamos de autocríticos, que nos encanta acuchillarnos. Pero entre disimular la trapisonda y lo nuestro, o sea ventilarla con furia, creo que lo nuestro rezuma mayor nobleza.
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