Los aficionados al cine americano sabíamos que la demolición de la Casa Blanca iba a llegar tarde o temprano, en cuanto los venusianos dispusieran de ... una nave espacial en condiciones y con las ametralladoras láser a pleno rendimiento. Ahora se ve que nos equivocábamos, salvo que una autopsia nos descubra, quizá dentro de muchos años, que bajo la piel anaranjada del cuadragésimo séptimo presidente de los Estados Unidos se esconde en realidad un lagarto con intenciones subversivas.
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Pero los periodistas debemos atenernos a los hechos desnudos y, ante la imposibilidad por el momento de verificar la hipótesis reptiliana, tenemos que concluir que es el propio presidente americano quien está volando la Casa Blanca, cumpliendo así de manera inesperada los viejos sueños de Khrushev, Brezhnev, Andropov y otros venerables líderes soviéticos. ¡Qué pena que no hayan vivido para verlo! Este gol en propia puerta a favor de la URSS cuando creíamos que el partido había terminado no entraba ni en las quinielas más osadas.
La idea de demoler el ala este para edificar un gran salón de baile no nos dice tanto de la megalomanía de Donald Trump como de su admirable autoestima. Yo me imagino un espacio diáfano, con lámparas de araña, gruesas columnas doradas y capiteles corintios. La orquesta se dispone a atacar un vals de Strauss mientras la hermosa Melania, vestida de enaguas y miriñaques, entrega el carné de baile a su marido. Y justo en ese momento, él, nuestro Donald, príncipe de la paz, se lanza durante cuatrocientos metros a hacer el robocop, subiendo y bajando los bracitos como el gato de un bazar chino. ¡Qué nueva y radiante Belle Époque nos espera!
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