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Dejar atrás la guerra jugando. El hijo de Angelina se divierte en la zona común infantil. TXEMA RODRÍGUEZ

Vivir refugiados en la antigua Fe

Oxana lucha para que su hija sea universitaria, Angelina anhela ser médico, Katerina se reinventa como costurera... Así es el día a día dentro del viejo hospital

BELÉN HERNÁNDEZ

Domingo, 17 de julio 2022, 19:20

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Un niño rubio de casi dos años juega a deslizar un coche de juguete por un circuito de madera. Angelina lo mira atentamente. «Suelo traerlo a las zonas comunes para que se divierta porque hace menos calor que en las habitaciones». No hay aire acondicionado, pero el pequeño juega tranquilo. Ajeno a la guerra. A su condición de refugiado. Desde hace cuatro meses viven en la antigua Escuela de Enfermería del viejo hospital La Fe. Un recurso que abrió la Conselleria de Justicia, Interior y Administración Pública y que gestiona Cruz Roja. Estuvieron viviendo en su coche durante una semana, lo que les costó llegar desde Kiev. Antes de cobijarse en esta institución residieron durante un mes en casa de unos amigos suyos que viven en Valencia. «Contactamos con Cruz Roja porque no podían hacer frente a los gastos». Y volvieron a empezar, tras ver que la guerra iba a durar y necesitaban un plan de vida al que aferrarse. La rueda seguía girando.

Ahora, su rutina se basa en cuidar de su hijo mientras su marido está trabajando. «Su empresa se dedica a la importación y exportación a nivel internacional. Tuvimos la suerte de que podía trabajar desde aquí». Él se desplaza todos los días a Llíria. Cobra el salario mínimo. Únicamente le da para poder pagar la gasolina para ir a trabajar. El metro le deja demasiado lejos. El puesto que desempeñaba en Kiev era de mayor responsabilidad, lo que se traducía en más ingresos. «La parte positiva es que le dan cursos de español en su empresa». También tenían dos sueldos. «Yo soy doctora pero para poder ejercer en España tengo que esperar a que me homologuen el título». Es un proceso que se eterniza. Puede tardar hasta unos dos años.

Desde hace dos semanas, Angelina va a las clases de español que ofertan en la Cruz Roja, cuando los responsables del centro se dieron cuenta de la necesidad de darles herramientas a los refugiados ucranianos para que pudieran valerse por sí mismos en Valencia. Todo el rato se trató de enseñarles a pescar. Ella se anticipó y se apuntó a cursos online para aprender el idioma. Esboza palabras como «encantada» o «igualmente». Su rostro se ilumina de felicidad cuando ve que ha acertado en el término. Se maneja en un inglés fluido hasta que llega el intérprete de Cruz Roja para que la comunicación sea más ágil.

Pasar a «la siguiente fase»

Las personas hospedadas en la vieja Fe necesitan poder pasar al Sistema de Acogida Estatal para poder conseguir su autonomía. La mujer ya está realizando los trámites para avanzar a «la siguiente fase». Impaciente por volver a ser independiente. Aunque le tranquiliza ver que su hijo podrá crecer en un ambiente seguro. «Decidimos venir a Valencia porque tiene las condiciones ideales para formar una familia». Mientras habla, le da de mamar al pequeño. Son las once de la mañana, pero el bebé comienza a demandar la atención de su madre. Se sube en su regazo y se aferra a su pecho. Ella lo mira con cariño. Está agradecida con Cruz Roja por darles un hogar temporal, pero anhela el momento de regresar a una casa que pueda llamar propia.

La mujer responde con brevedad y vuelve a enfocarse en su hijo. El niño revolotea por la estancia. Es tan pequeño que cabe en una de las cajas en las que guardan los juguetes. Ella se despide sonriente y se queda jugando en la zona común un rato más. En la pared hay un cartel con frases básicas traducidas del ucraniano al español para que los niños puedan comunicar sus necesidades. «Me duele la cabeza». «Necesito ir al baño».

Esta zona está reservada para que permanezcan en ellas los más pequeños. En otra de las habitaciones hay una zona de ocio amueblada por Ikea con cuadros con frases motivadoras y sofás en franjas verdes y blancas. Allí, Katerina y Oxana hablan de manera animada. Tienen buena relación entre ellas. Ambas se comprenden. Dos madres. Dos refugiadas ucranianas que ven su futuro en el limbo.

Katerina TXEMA RODRÍGUEZ

La más joven de ellas es Katerina. Tiene 33 años. El pelo castaño y recogido en una coleta. No habla ni una palabra de español, pero escucha atentamente tratando de captar el mensaje. Abre mucho sus grandes ojos azules. Quiere aprender el idioma cuanto antes. Ahora es ella quien ocupa el pupitre mientras que en Ucrania era tutora de secundaria. «Aquí he empezado a hacer de costurera y le arreglo la ropa al resto de refugiados», dice orgullosa mientras se acaricia las piernas, señalando su pantalón y haciendo gestos de coser con las manos. No cobra por sus arreglos si no que trata de hacerle la vida un poco más fácil a aquellos que se encuentran en su misma situación y matar las horas muertas. «A veces me dan un poco de dinero para que pueda comprar hilo y agujas». También tardará dos años hasta que homologuen su titulación de docente, pero tiene pensado que la costura sea una forma de ganarse la vida.

Mientras habla, se toca constantemente la alianza dorada que luce reluciente en su mano izquierda. Sonríe hasta que habla de su marido. «No ha podido venir a Valencia, se ha tenido que quedar a combatir». Ya hace cuatro meses que no se ven. Nunca habían estado separados tanto tiempo. Ella se subió al primer autobús de ayuda humanitaria que encontró para asegurar que sus dos hijos, de tres y ocho años, estuvieran a salvo. Cruz Roja respondió a la llamada de socorro de miles de familias que tuvieron que dejar atrás sus vidas para poder conservarla. El director general de Interior se deja ver por las instalaciones de la vieja Fe. «Desde la Generalitat queremos que os sintáis cómodas y por eso habilitamos este espacio», explica Salva Almenar a ambas mujeres. Ellas le dan las gracias.

En la vieja Fe trabajan cerca de 22 personas, con dos intérpretes por cada turno. Sandra Gabaldón, la jefa de servicio del centro, muestra orgullosa las instalaciones. Abre la puerta de los gabinetes de la consulta psicológica habilitada para aquellos que lo necesiten. Esas camillas azules son los únicos vestigios que quedan de la antigua Escuela de Enfermería. «Ha costado mucho que acepten venir al psicólogo pero cada vez acude más gente». También hacen terapias grupales. Katerina acude a ellas, reconfortada porque no está sola en su ansiedad y puede encontrar consuelo en las historias de sus compañeros. Pero sin duda, se mantiene en pie por sus hijos. «Tengo miedo porque no tengo el control de la situación». Separada de su marido y sin posibilidad de trabajar porque no conoce el idioma.

Dos mujeres almuerzan en una de las salas comunes. TXEMA RODRÍGUEZ

«¿Por qué no bailamos aquí?»

La fuerza de estas mujeres sobrepasa las fronteras. Se sirven de una mirada alegre para dar esquinazo a la guerra. Katerina se sorprende al oír hablar a su compañera Oxana. Tiene 43 años y era profesora de danza nacional en Kiev. Le gustaría trabajar pero desconoce cómo funcionan las escuelas de baile en Valencia ni si puede aplicar sus conocimientos. Se siente frustrada porque no ve un futuro laboral en España, pero su amiga le da una solución: «¿Por qué no bailamos aquí?», le pregunta entusiasmada. Y a Oxama le encanta la idea. Acepta sin apenas pensarlo dos veces y su postura, erguida hasta este momento, se relaja en el sofá. Esta semana está inquieta, en escasos días le dirán si han aceptado su hija mayor en la universidad. Estudiará dos años de español y luego aspira a entrar en la carrera de Turismo.

Pensar en actividades para sus hijos hace que las mujeres se llenen de una ilusión infantil. La semana pasada montaron una gincana. Cada planta de la vieja Fe se llenó de actividades diferentes. Airean los brazos recordando cómo los niños subían y bajaban las escaleras del hospital. A todos los efectos, han hecho de esas habitaciones su hogar. Katerina comparte estancia con sus dos hijos. Un león de juguete descansa en la cama del menor para hacerle olvidar que duerme en una camilla modesta. En la pared, hay marcos con imágenes de los pequeños. A Oxana, su hija mediana de 15 años le espera sonriente en la habitación mientras escucha música. Todos ven ya en el pasado las ruinas, las bombas y el miedo. Ahora anhelan un futuro entre los muros de la vieja Fe. Mientras tanto, juegan a que la guerra nunca ha existido.

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