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Distrito financiero de noche con la CN Tower al fondo R.P,
¡Oh, Canadá! - Toronto (Ontario) (I)

En tierra extraña

O de cómo acabé en Canadá por culpa de Trump

Sábado, 9 de agosto 2025, 18:39

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Quién me iba a decir a mí que mi verano iba a depender de un tío loco. No, no hablo de mi señorito, sino de Donald Trump. Del mismísimo, sí. Del ente, exacto. Del gaznápiro cuyas ocurrencias marcan la agenda nacional, la internacional y hasta la mía: una mañana se levanta un poco más idiota de lo normal, amenaza a un país soberano con convertirlo en el estado 51 y yo acabo en Canadá.

Aunque parece que últimamente los sofocos estivales le han quitado la idea de la anexión de la cabeza, la amenaza continúa en forma de aranceles disparatados. Chica, qué ganas de liarla. Por eso me voy a cancanear; mejor dicho, a canadear, a ver el conflicto de cuerpo presente y a intentar poner un poco de cordura, que para algo han de servir tanto mis dotes de socióloga de campo como mis condiciones naturales para la carrera diplomática. Vale, no soy cónsula honoraria porque me atraganté con el inglés, pero en mi casa se sirven los Ferrero Rocher mejor que en la del embajador. Y que en Villa Meona, si me apuras.

Acompañada por mi familia, me embarco rumbo a la segunda nación más grande del mundo (la primera es Rusia, pero ahí sí que no me voy a meter) dispuesta a conocer el país, el paisaje y el paisanaje. Que mucho arroz para tan poco pollo, también te digo: salen a 4,2 habitantes por kilómetro cuadrado. Y, en la zona norte, no saben lo que es una junta vecinal, porque más del 80% de la población vive al sur del país, cerca de la frontera con Estados Unidos. Por allí, por el sureste, andaremos nosotros: partiendo de Toronto, recorreremos las provincias de Ontario y Quebec pasando por Niágara, Ottawa, la propia ciudad de Quebec y Montreal. Pero primero hay que llegar. En avión, claro.

A pesar de que en Madrid hace un calor torrefacto, el aeropuerto de Barajas es un hábitat con su propio clima (gélido) y su propia moneda, más cara que el dinar kuwaití: un zumo cuesta como si las naranjas las cultivaran unicornios en el golfo pérsico. Arruinados antes de partir, embarcamos en un vuelo de más de ocho horas que pasamos encajonados en nuestros asientos. En mi caso hay que añadir lo de no fumar: mi santo, que lo ha dejado hace unos meses, me mira con la superioridad moral que da no depender del jodío fumeque. Yo, mientras, estoy que me fumo encima. Entre eso y lo incómodo del asiento, no pego ojo. Miro con envidia intestina al canadiense de dos metros que ronca desde antes del despegue en la fila de delante: dormirse y despertar en otro continente. Qué cosas. Qué suerte.

La primera señal de que estás en Canadá es el bilingüismo: no hay que olvidar que el país tiene una parte anglófona y otra francófona, de ahí que los carteles del aeropuerto nos reciban en ambos idiomas, aunque bien le podrían añadir cuatro, o cinco, o veinte más: «Diversity Our Strenght» («La diversidad es nuestra fuerza») es el lema oficial de una ciudad en la que el 50% de su población ha nacido fuera de Canadá. Doy fe: nunca he visto tantas razas diferentes pululando por la calle, saliendo del metro, entrando en los rascacielos de acero y cristal del centro financiero, los mismos que van a provocar que me desnuque de tanto mirar hacia arriba. Ahí están los impresionantes edificios negros del Toronto Dominion Center, proyectados por Mies van der Rohe. Y un poco más allá reina la CN Tower, soleta y orgullosa. Me acuerdo de aquel chiste tan malo: ¿Qué se ve desde la torre más alta de Toronto? Torontontero.

Distillery District R.P.

Yo no lo veo desde las alturas porque no tengo necesidad ninguna de subir a 553 m. Me conformo con seguir a pie de calle. Y en la superficie, que Toronto tiene un gemelo subterráneo (el 'path') de casi 30 km que comunica toda la ciudad con accesos directos a edificios de oficinas y transportes y que cuenta con más de 1.200 comercios y restaurantes. Por allí se mueven, compran y comen sus habitantes cuando se alcanzan los 25 o 30 grados bajo cero. Durante esos meses, Toronto, al igual que el resto de las grandes ciudades de Canadá, es una distopía ciberpunk en la que los ciudadanos viven en un búnker gigantesco, como si la atmósfera fuera irrespirable por culpa de un ataque nuclear. Pero, en verano, salen al espacio exterior los dos millones y medio de habitantes de la ciudad más poblada del país para ver un paisaje urbano que, desde hace tiempo, está presidido por las grúas: los intentos por solucionar la crisis de vivienda que azota Canadá son más palpables aquí, puesto que la zona de la Herradura Dorada (la ribera occidental del lago Ontario) es la que concentra la mayor densidad de población del país.

En Toronto los pecados van por distritos: la gula en el del entretenimiento, la avaricia en el financiero (el mayor y más importante del país), la envidia en el de las compras. En las ciudades europeas, en cambio, puedes cometer varios pecados en el mismo lugar. Incluso fumar, que aquí parece ser la falta más condenable de todas: la mayoría de los edificios lucen un cartel que prohíbe echarse un pitillo a menos de cinco metros. Paradójicamente, me llega un tufo a marihuana. A ver si no voy a poder fumarme un cigarrillo, pero sí un petardo. Pues sí: en Canadá, la mandanga es legal.

«En Toronto hasta se pueden pedir porros por Uber Eats, madre», me dice el heredero teléfono en mano. Y pagarlos con billetes de 20 dólares canadienses desde los que la reina Isabel II te lanza una mirada laxante, añado yo. Porque, aunque no lo parezca, Canadá es una monarquía. Y su jefe de estado es Carlos III «por la gracia de Dios, del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y de sus otros Reinos y Territorios, Rey, Jefe de la Mancomunidad de las Naciones, Defensor de la Fe». Pues dentro de esa mancomunidad está Canadá, hija de todos aquellos que permanecieron leales a la corona en lugar de luchar contra ella, como sí hicieron los estadounidenses.

En Toronto, fundada en 1793, la influencia del imperio británico se manifiesta en su arquitectura, primero en la ecléctica georgiana, después en la ecléctica victoriana. Las construcciones de la época están flanqueadas por enormes rascacielos acristalados, y el antiguo ayuntamiento neorrománico contrasta con el actual, un platillo volante aterrizado entre dos construcciones brutalistas que, en 1966, dio el pistoletazo de salida a la nueva y modernísima arquitectura de Toronto: además de van der Rohe, Frank Gehry, Norman Foster o Fumihiko Maki han dejado su huella aquí. Pero, entre tanto arquitecto postinero, nos topamos con muchos indigentes que deambulan por las calles. Van hablando solos, enloquecidos, gritando a alguien que solo ellos pueden ver. El contraste estremece. No todos atan perros con longanizas en Canadá.

Nos tomamos una cerveza en el Distillery District, la zona donde se concentraban licorerías y destilerías de ladrillo rojizo hoy reconvertidas en restaurantes canallitas y bares moninos. Es todo tan ideal que produce alferecía. Como encontrarte en el cajón del hotel la Biblia y el Libro del Mormón: entre mi despiste y el 'jet lag', por un momento creo estar en un motel de Texas. Para colmo de males, acabo de percatarme de que necesito un adaptador para el enchufe. No sé cómo me voy a secar el pelo mañana, que vamos a las cataratas del Niágara. Lo que es la vida: me iba a peinar a lo Marilyn Monroe en la película de Hathaway, y voy a parecer una fregona. El próximo año me traigo a una amiga peluquera.

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