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La foto que acompaña este reportaje está tomada la mañana del domingo 18 de enero de 1987. El Valencia visitó Vallecas en partido de Segunda División. El día amaneció con una temperatura gélida. Ello explica que una parte del campo, la que no recibía los deseados rayos del sol, estaba cubierta por una capa de hielo. Si el Valencia estableció la costumbre de jugar en casa los sábados a las 10 y media de la noche cuando el tiempo acompañaba, en el feudo vallecano los partidos se disputaban por tradición a las 12 del mediodía hiciera frío o calor. El club de Mestalla se presentó a la cita como la principal atracción de una categoría que no le correspondía, ocupaba el liderato y era el máximo favorito para el regreso a primera. Le perseguían de cerca el Celta, el Deportivo y el Logroñés. Los hombres de Di Stéfano confirmaron los pronósticos, se impusieron con autoridad sobre el resto de rivales al final del campeonato y acabaron primeros. Les acompañaron en el ascenso, riojanos y vigueses.
Aquella mañana, la familia de Quique Sánchez Flores se presentó en la tribuna del campo del Rayo para ver en acción al lateral valencianista. Con la gran «Faraona» Lola al frente, bien abrigada y luciendo un aspecto arrebatador , desafiaron la baja temperatura. Solo pudieron verle en acción media hora, el tiempo que tardó Albert Giménez, colegiado del encuentro, en enseñarle la cartulina roja. Un contratiempo que obligó a aguantar en inferioridad numérica más de una hora. En el banquillo local se sentaba Héctor Núñez, el querido «Palomo» para la afición valencianista que vibró con su juego y sus goles durante siete campañas, referente del equipo bicampeón en la Copa de Ferias, corazón y garra charrúa, valenciano de adopción. El uruguayo se había estrenado en primera como entrenador al frente de los rayistas en la temporada 77-78, cuando se ganó el sobrenombre del equipo matagigantes porque venció en su feudo a los más poderosos del fútbol español sin excepción, incluido el Valencia de Kempes, que sucumbió por 3-0.
Vallecas no era un desplazamiento fácil. Se trataba de un escenario incómodo por sus medidas y por un graderío levantado sin criterio en cada uno de los cuatro lados. Un despropósito arquitectónico. Di Stéfano, que había entrenado al Rayo Vallecano a mitad de los setenta, después de su etapa inicial en Valencia, dirigió a los madrileños cuando carecían de feudo propio y actuaban alquilados en Vallehermoso, un estadio pensado para el atletismo, cuyo césped estaba repleto de cráteres. Dos entrenadores sudamericanos vieron como el encuentro acababa sin goles, el mismo marcador que se había dado en la primera vuelta en Mestalla. Para los valencianistas no era un mal resultado dada la inferioridad numérica.
Lo cierto es que aquel partido ya empezó con mal pie en la víspera porque los responsables de la indumentaria eligieron equivocadamente las camisetas con las que se iba a jugar el partido, y se hubo de improvisar a última hora una solución de urgencia. Finalmente, se dispuso de una variante de la «senyera» con unas rayas verticales muy finas. Un uniforme que apenas se empleó esa temporada. Aquel episodio generó malestar dentro del club que presidía Arturo Tuzón y provocó un reajuste de competencias interno. La sangre no llegó al río pero se palpaba la tensión por el desencuentro producido entre una directiva que terminaba de aterrizar y que quería establecer un nuevo estilo y algunos empleados que llevaban mucho tiempo en la entidad.
En las filas locales se alineaba una pareja de ilustres veteranos, uno de ellos muy conocido por el valencianismo: Laurie Cunningham, el extremo inglés que, nueve años antes, había deslumbrado en Mestalla enrolado en las filas del West Bromwich Albion. Dos años después de este choque, en el verano de 1989, Cunningham falleció a consecuencia de un accidente de circulación. El otro ilustre que apuraba sus días como futbolista profesional era el hispano-argentino Rubén Cano, que llegó al Elche en la última época del campo de Altabix. Posteriormente, formó parte del Atlético de Madrid que libró duelos al límite con el Valencia. En los enfrentamientos con Botubot saltaban chispas.
El once valencianista estaba integrado por ocho jugadores de la tierra, todos salvo los madrileños Quique y Arroyo y el uruguayo Bossio. En la segunda mitad entró Voro por Arroyo, y poco después, el vasco Jon García reemplazó a Sixto Casabona. El empate de Vallecas abrió una pequeña crisis de resultados para el Valencia que a continuación cayó en casa ante los ilicitanos y una semana después, en San Mamés, ante el filial bilbaíno. La reacción posterior disipó dudas: 7 victorias y 3 empates en las siguientes 10 jornadas.
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