Que nadie más venga a las Rotas
Llegué el viernes a Denia sin más pretensión que la de descansar y desconectar durante un par de días de las rutinas de la ciudad y respirar aire fresco. Al llegar me encuentro con que este fin de semana allí se celebra el festival Dna que, desde hace ocho años, tiene lugar a lo largo del paseo conocido como Marineta Cassiana. Un evento dedicado al universo gastronómico, comisariado por el chef Quique Dacosta, que reúne a cocineros, periodistas, consultores, empresarios, ganaderos, agricultores y miles de amantes del buen comer. El sábado por la tarde acudo al recinto donde me sorprendo por la cantidad de puestos que hay ubicados en paralelo al mar y que ofrecen aceite de oliva artesanal, quesos artesanales, las clásicas cocas de gamba con bleda, de atún, tomate y huevo duro, de pisto y anchoa, de morcilla, puestos de sushi, cortadores de jamón, bodegas, vermuterías y el sancta santorum de la zona, la gamba roja jugosa y reluciente famosa en el mundo entero. El sol desciende, caminamos puesto a puesto entre el río de personas que se hace cada vez más caudaloso. Me llega el efluvio de una paella cocinada en directo, un poco más allá figatells y embutido. Los locales se entremezclan con los visitantes de la zona y con los extranjeros sonrosados que alucinan en colores ante el despliegue de aromas y sabores. En una suerte de tarimas divulgadores de lo gastronómico y profesionales del sector se disponen a impartir ponencias y talleres. Detecto un revuelo en uno de los puestos, la gente más joven estira la cabeza y los brazos con sus teléfonos móviles. Chicote, el cocinero televisivo que se arremanga para poner orden y repartir voces en las cocinas de restaurantes en crisis, ha hecho su aparición como si fuera una estrella del rock. Unos chavales pasan en ráfaga cerca de mí a la caza de un autógrafo de Jordi Roca. Un dj pincha temas pop con estilo con el mar de fondo. Compro un pedazo de pizza trufada en el puesto de Doa, uno de los imprescindibles del lugar. Llegamos al final del recorrido que es la entrada para la larga lista de personas que hace cola para acceder. Caminamos hasta la zona del puerto con la idea de tomar algo tranquilo y, espera, ¿qué ven mis ojos? En un letrero azul luminoso situado sobre uno de los laterales de una espectacular embarcación puede leerse «Lady Esther». Se trata del mega yate que el naviero Vicente Boluda le regaló a su pareja Esther Pastor y que solo había visto en fotografías. La embarcación, imponente y restaurada con gusto exquisito, capta la atención de todos los que pasean cerca del pantalán, muchos de ellos ajenos al origen amoroso del navío.
A las 9:30 de hoy domingo me dispongo a recorrer el paseo de las Rotas a pie en compañía de mi perro. El día está algo nublado y, nada más salir, me doy cuenta de la cantidad de gente que ya está haciendo deporte, caminando, corriendo, practicando marcha, preparando piraguas para salir a remar. Casi llegando al restaurante Mena me topo con una docena de hombres y mujeres pertrechados con boyas, bañadores y gorros. Un grupo de nadadores que se preparar para bajar hasta el mar y hacer una travesía conjunta. Pese a que la edad del grupo es dispar y oscila entre los 30 y tantos y los 70, todos lucen una excelente forma física tonificada y una postura y actitud que denota juventud y hambre por la vida, lo que me hace plantearme si el nado en el mar no sea quizá uno de los deportes más adecuados en mi momento vital. De repente me veo completamente a solas. Se me pasa por la cabeza esa lista de los fugitivos más buscados de Europa que comparte cada año la Europol, la mayoría de los cuales se dejaron ver por última vez o en algún momento de su vida por esta zona de la Costa Blanca. Tenso los dedos alrededor de la correa de mi perro salchicha que me mira con unos ojos ingenuos que generan todo menos temor. A los pocos minutos vuelvo a cruzarme con otras personas a las que sonrío aliviada. Lo que más me gusta de las Rotas es su ambiente de gente VIP de bajo perfil, es decir, esa clase de personas que emanan la sencillez que te lleva a tener dinero o clase personal de siempre, y no tener de demostrar nada a nadie. Un lugar de belleza desgarrada y literal, sin pretensiones, con un paseo sin iluminar, agreste y lo suficientemente incómodo para espantar a los que no saben apreciar el sabor refinado de lo genuino. El baño se presenta en un mar sin moldes que se abalanza sobre la orilla de cantos rodados y rocas, con aristas y sin ampulosidades. Me divierte que de vez en cuando ves un culo desnudo que pertenece a esas personas que se cambian el bañador en la playa, con naturalidad y lejos del exhibicionismo que puede suponerse en las playas de Sitges o del lenguaje liberal que transmite un culo en las playas nudistas de Pinedo. Aquí esos culos al aire se muestran con un fin práctico. Sin más. Las familias de aquí de siempre bajan a bañarse con alpargatas desvencijadas que acumulan tres décadas y con esas sillas de playa clásicas de tijera y estampado a rayas, completamente desgastadas por el sol, a años luz de la pose, tan solo destinadas a cumplir su función. ¿Acaso no deberían ser todos los objetos así? En un momento dado esta reflexión sobre la pertinencia de las formas hace que me cuestione integrar en mi outfit deportivo del fin de semana un complemento que jamás pensé que podría comprar: una riñonera donde las personas que me cruzo llevan el teléfono móvil, las llaves de casa, quizá algún fruto seco y poco más. Yo tengo que cargar con el teléfono en mi bolsillo del pantalón corto de algodón que amenaza con expulsarlo todo el tiempo, entonces lo introduzco en la goma del pantalón, pero otra vez intenta saltar al suelo. Culmino el domingo tomando pulpo seco y calamares en Sendra. Nos llega la alarma de emergencias que anuncia lluvias torrenciales y la suspensión de las clases. A mi alrededor nadie parece haberse percatado del tema, el mar luce cristalino y una bandada de aves surca el cielo volando en formación, ajenas a las nubes que se atisban a lo lejos. Que nadie más venga. Que el tiempo de detenga.
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