«Tengo pesadillas con la víctima de mi delito»
Jesús, Patrick, Patricia, Andrei... La exposición fotográfica 'Brechas' fija su mirada en 16 personas que dejan atrás la delincuencia, la calle o la prisión mientras buscan un nuevo camino. Estas son sus historias, reveladas en la Plaza del Patriarca de Valencia
«La exclusión y la cárcel tienen rostro. Un rostro curtido, endurecido y vapuleado. Un rostro lleno de brechas, que te cuentan sin palabras una historia de encierro, sufrimiento y ausencias». Es el planteamiento de partida de la exposición fotográfica 'Brechas' que este miércoles se ha inaugurado en la plaza del Patriarca de Valencia.
La exposición está organizada por el Casal de la Pau y el Festival Internacional de Fotografía y Debate Valencia Photo. Las imágenes son obras del conocido abogado valenciano y presidente del Casal de la Pau, Juan Molpeceres, y Jairo Muñoz (La Grieta Colectivo). Muestra 15 imágenes en blanco y negro donde la historia personal se cuenta en forma de arrugas, gestos, miradas vidriosas, tatuajes, piercings o sonrisas melladas. Caras esculpidas por horas complicadas.
¿Por qué 'Brechas'? Según describen los organizadores, «hay brechas físicas, que se pueden tocar con los dedos. Pero las que duelen más son las que no se ven». Con estas fotografías, ahondan, «no pretendemos justificar pero tampoco juzgar. Solo queremos contar. Lo que conocemos y lo que vivimos a través de la entidad Casal de la Pau, que acompaña a personas que han pasado por la prisión y no cuentan con apoyos». En definitiva, «las brechas son heridas, pero también accesos, que nos permiten ver más allá de la piel. ¿Te atreves a mirar?», interpelan los autores a los visitantes.
Llopis es del barrio de Marxalenes. Tiene 55 años, de los que 30 los ha echado a perder con consumo de drogas. Tiene una perrita y va en bici. Aunque duerma entre contenedores, siempre va limpio. «Porque me faltan los dientes, si no sonreiría más», bromea.
Se muestran historias como las de Patrick, de Guinea Bissau. Él padeció un ictus dentro de prisión. Ahora vive en una residencia y siente que es un infierno porque nadie va a visitarle.
Jesús tiene 53 años y 26 los ha pasado entre rejas. Sobre él pesa una prohibición de entrada en su ciudad. Ahora vive en un piso de acogida y se ha hecho querer en el barrio. «He tenido pesadillas con la víctima de mi delito», asegura desde el arrepentimiento.
El rostro de Tomás nos cuenta otra historia de huida, de baches. Él vino de Lituania y aquí aparcaba coches. Dormía en los jardines de Viveros y murió de cáncer a los pocos días de hacerse las fotografías. «La calle es como un tatuaje se te queda en la piel», aseguró antes de marcharse para siempre.
Algunas de estas personas son el resultado de lo vivido. Como Lázaro. En su caso, quienes le conocen lo tienen muy claro: «Reprodujo fuera la violencia que vivía en su casa». En nueve años de prisión sólo recibió una visita la de su madre. Ahora vive en la calle también su padre, pero no saben cómo ayudarse mutuamente. Tiene una preocupación: «No quiero que se me vaya a la cabeza».
José Antonio nació en Picassent y ha sido legionario. Pero de servir a España saltó al delito. Tiene 56 años y 22 los ha pasado en prisión, donde ha intentado quitarse la vida en varias ocasiones. Ahora tiene cáncer de colon y tiene una inquietud. Le gustaría que sus hijas le perdonarán. «A los 12 dejé la escuela y a los 13 le robé la escopeta a mi padre para atracar».
Manuel tiene 54 años y 29 de condena por atracos. Era recortador de toros y su hija la ha visto casi más a través de las rejas que en persona. Hoy está en libertad condicional, pero con otra pena: un cáncer de estómago. «No sé si la enfermedad me matará antes de acabar mi condena», reflexiona.
En 'Brechas' también conocemos a Patricia. Ella es una argentina, con ascendientes ucranianos y judíos. Hija de padres alcohólicos y con problemas mentales, se ha dedicado a la artesanía y echa las cartas del tarot. Vive en un piso compartido. «Al salir de la cárcel, la calle me horrorizaba».
Serguéi es apátrida. No tiene pasaporte y ningún estado le reconoce. Es alcohólico y vive en la calle. «No pertenezco a ningún sitio», zanja escuetamente.
Mustapha lleva 30 años en España intentando regularizarse. Según los organizadores de la exposición, en su caso «los inconvenientes han sido primero las drogas después los antecedentes». Por último, «la desidia institucional» Recientemente, ha conseguido su permiso. Sus palabras son de agradecimiento: «Ha habido un voluntario que me ha salvado la vida».
David es electromecánico industrial. Se define como nervioso e impulsivo. Acabó en prisión por sucesivos quebrantamientos de una orden de alejamiento y le gustaría tener una casa en el campo. «Reconozco que todavía no estoy reinsertado», admite.
Como tantos otros, Osorio vino desde Colombia para intentar mejorar su vida en España. Hoy necesita tratamiento por su salud mental. Perdió a sus padres al entrar en prisión y toda su experiencia laboral es en la hostelería, pero sus problemas con el alcohol ponen en riesgo su inserción. Siente que su vida es un bucle: «Después de 15 años en España me encuentro en el mismo punto que cuando llegue».
La muerte de su esposa ha marcado a Sunday para siempre. Ella murió y él se fue de África para transitar su duelo. Sus riñones dejaron de funcionar y para pagar su operación hizo de mula (portador de droga al servicio de redes de narcotráfico). Tras nueve años de espera, un trasplante le salvó la vida. Está convencido de que vive por su fe más que por su fuerza y poder. Vive al día, sin suelo firme en su destino. «Somos viajeros y no sabemos dónde vamos a estar mañana», sentencia.
La juventud de la exposición la pone Andrei. De 21 años y nacido en Moscú. Con dos años fue adoptado por una pareja de Catarroja y se tatuó sus nombres en las mejillas. Pero la adicción truncó su camino y le llevó a conflictos en casa. Acabó con una orden de alejamiento y viviendo en la calle. Y allí sigue, perdido. Antes, expresó su historia: «Me hicieron bullying. Empecé a consumir drogas para sentirme parte del grupo».
Pero del dolor y el delito, también emerge el amor. Isabel y José han cumplido largas condenas, todas por robos. Se conocieron en prisión y se casaron allí. Él la esperó para salir juntos en tercer grado. Ahora consideran que están en el mejor momento de su vida. «La cárcel no nos ha dejado secuelas».
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