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En la penumbra. Habitación de un hospital. d. stevens /unsplash
Crónica íntima de un paciente curado

Crónica íntima de un paciente curado

SALA DE MÁQUINAS ·

El bicho hace que veas el precipicio, no tienes miedo... pero no te engañas, ves el precipicio. Muchos caerán por él en las semanas sucesivas. Ordenas a tu cabeza que pare, que se detenga

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Domingo, 12 de abril 2020, 00:17

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El primer día que te llevan a la escuela eres todavía pequeño, te pones muy nervioso, surge el vértigo, algunos niños incluso lloran. La primera ocasión que besas a una mujer (a quien sea, ya nos entendemos) todavía has vivido poco, sientes el precipicio, intuyes la profundidad de la caída, el atractivo del riesgo, la adrenalina subiendo. Por lo mismo, cuando te ingresan por primera vez en un hospital, aunque seas una persona adulta, ocurre algo parecido a lo que percibiste muchos años antes, el nervio a lo desconocido. El respeto a la enfermedad y sus consecuencias, al maldito Covid-19, creciendo dentro de ti sin que sepas bien lo que está pasando y hasta dónde puede llegar el mal, la caída al precipicio, el abismo. Pisas territorio incierto, porque a principios de marzo todavía ignoramos mucho del virus, la epidemia está empezando a desatarse en España y estás solo allí; solo, porque los demás son extraños; amables, profesionales, correctos, pero extraños ocupados en reprimir la epidemia. El que está enfermo eres tú, piensas.

Tienes que fiarte, no queda otra que abandonarse, dejarse llevar, no sabes nada de lo que te está pasando por dentro y sólo ellos, los médicos y enfermeros, pueden hacer algo por ti. No queda más que poner buena cara y estar bien atento a lo que te dicen y a lo que notas en tu cuerpo. A las señales. Llegas de madrugada con la mascarilla puesta, con el virus encima y propagándose, llegas en una ambulancia enorme, aséptica e impoluta como el quirófano de un trasplante, te meten en el Hospital General por una puerta lateral sin que te vean ni puedas rozar a nadie. Como si llevaras una señal en la frente. Te dejan solo en una galería poco usada, como de almacenillo. Es la primera vez que va a abordarte la soledad, en esa galería aislada, apartada, preparada para recibir a los señalados con el estigma del coronavirus. Pasa mucho tiempo. Te sientas o paseas por el corredor, a ratos. Esperando. Tienes mucho frío y bastante fiebre. Vacías la cabeza de pensamientos para fijarte mejor en lo que va a venir a continuación. Esa es la principal preocupación, registrar bien lo que ves y adviertes, que no se escape nada. El reloj avanza lento y sigues ahí. Ha pasado una hora.

Notas la prevención de los enfermeros, de los médicos, cuando acuden a verte, te dictan lo que debes hacer con exactitud, eres todavía un caso excepcional, quizá el primer infectado que atienden en persona, se protegen con un protocolo nuevo, también para ellos y se observa que todavía están cogiendo el tranquillo al procedimiento. Intentan sonreír y ofrecer tranquilidad, aparentar normalidad, pero a algunos se les adivina la inquietud disimulada, una risilla floja, a ver cómo sale esto, o acaso son impresiones que uno va imaginándose. Pasa otra hora.

Al fin te anuncian que vas a ser ingresado en una habitación, de una manera singular, algo rara. A pie, sin silla de ruedas, porque puedes andar perfectamente, sigues a una enfermera, si es que es una enfermera porque a todo esto no acabas de distinguir unas categorías profesionales de otras. Sigues a la enfermera, dos metros delante de ti, por pasillos oscuros, escaleras apenas alumbradas, ascensores desiertos, corredores apagados, hasta un pabellón algo tétrico y silencioso. No distingues un hospital, sino algo más intrigante. Sigue sin verse a nadie. Son más de las dos de la madrugada y tu sugestión no atribuye la penumbra a la hora desacostumbrada, sino a la infección, al contagio. Te dejan en una habitación y vuelves a reconocer el contorno de un recinto clínico. Es grande y cuadrada, con una sola cama y un ventanal a toda la pared, con ese color de blanco a verdoso tan desagradable y propio de la medicina, tiene armarios y un baño empotrado a la derecha. Está francamente bien. Te dan paracetamol, un pijama, agua, sábanas limpias recién puestas y se van. No se te ocurrió coger unas zapatillas de casa al salir, ni cepillo de dientes. Bah, ni que ahora importara. Te quedas solo, otra vez, en la habitación, con una sensación irreal, como de estar en mitad de la nada, de cierto vacío. En una cápsula.

Notas la prevención de los médicos cuando acuden a verte; eres todavía un caso raro, quizá el primero al que atienden en persona

Sigues tiritando así que pides otra manta, a través de un interfono desfasado por el que acabarás escuchando muchas conversaciones de terceros en los siguientes días. Te traen la otra manta. Todo correcto y operativo, aunque nadie te ha recibido como se supone, ni te han explicado con calma lo que va a suceder a partir de ese momento, lo que van a hacer contigo. Será por la hora y será porque todos vamos un poco a ciegas, ellos también, luego me lo dirán así, a ciegas. Vamos todos sobre la marcha, saliendo al paso, improvisando. Estás tranquilo, porque te encuentras en el sitio adecuado, si pasa algo allí sabrán afrontarlo. Ves el precipicio, no tienes miedo... pero no te engañas, ves el precipicio. Muchos caerán por él en las semanas sucesivas. Ordenas a tu cabeza que pare, que se detenga. Quieres extremar las percepciones, sentir las respuestas de cada una de las partes de tu cuerpo. Escuchar los distintos órganos y extremidades. Si por ti fuera, te pondrías otra manta más; el frío no se va y te advierten que es mejor quedarse algo descubierto para que baje la fiebre. Decides desconectar del exterior, sólo avisas a la familia para tranquilizarlos. No miras el móvil ni lees las oceánicas y confusas noticias sobre el virus, sólo pueden perjudicarte. Tienes que estar sereno, lúcido, tranquilo y agudizar el celo. Eso es lo único que puede servir: controlar las señales exactas de tu cuerpo, comunicarlas y escuchar la información escueta, concreta y precisa que te den. Es madrugada, pero sigues sin prisa por dormir. No antes de que hayas puesto tu cabeza en orden, señalando las cuestiones esenciales, prioritarias, básicas.

Estás en penumbra. Entra luz del exterior por el ventanal de la habitación, se ve la avenida del Cid, sus semáforos y el cartel luminoso de la Seat a lo lejos. Lo prefieres así. Nada de oscuridades o tinieblas. A veces viene o marcha algún coche del parking, y nada más. Hay habitaciones encendidas, dispersas, otros que están como tú, piensas irónico, 'con el agua al cuello'. Nadie vuelve a ocuparse de ti durante varias horas. Estás aparcado en la noche, como los coches del estacionamiento de abajo. Crees que esto va justo de eso, de esperar y dejar pasar las horas, las noches, los días. Lo llaman así, evolución, «a ver cómo evoluciona la enfermedad». Pareciera que la iniciativa corre de parte del maldito bicho y los demás aguardamos a la defensiva, esperando sus avances o retrocesos. No es cuestión de quejarse, porque en realidad de qué narices vas a quejarte. De nada. Y acabarás teniendo suerte, no como ese pobre anciano que te despertó algunas noches después mientras deliraba en la habitación de al lado, convulsionado y maldiciendo. La mente actúa esas noches según sus equívocos misterios. Las noches son peligrosas, lo peor de toda la hospitalización; son largas, decadentes, inciertas, lentísimas, tardan las noches en acabarse. Y la mente se apodera de la situación, se te ocurren los pensamientos más inverosímiles, los recuerdos más remotos, inventados, tu vida anterior vuelve a ti en fracciones, desordenada, de la forma más azarosa. Intentas controlarte, no sentir emociones, como si fueras un espectador delante de una de esas series digitales de moda, de suspense, futurista, distópica. Sabes que los recuerdos que recuerdas se presentan bastante falseados, vuelven torcidos, inexactos, como si una voluntad exterior los impusiera. Hay un guionista ahí fuera, fuera de ti, o parasitado en tu cabeza, que está creando falsas experiencias, retorciendo las vivencias, suministrándote bulos del pasado. Fake news. Creedme lo que escribo, las noches se hacen allí dentro largas y pesadas.

Cuando llega el día ya es otra cosa. Te alegras del amanecer. De la luz. Del sol o de las nubes del cielo, lo que surja. El día activa la vida. Los coches se mueven. Hay alguna gente que pasea por la explanada. Y tienes el teléfono móvil para leer una infinidad de mensajes y escribir otros tantos en los ratos en los que tus fuerzas responden. El día te dice algo principal, que sigues aquí. Sigo aquí. Los médicos pasan una vez, por las mañanas. Son cinco o diez minutos. Muy poco, no hace falta más. Y hasta el día siguiente, si la noche no te ha vuelto algo majara. A los noctámbulos, a los que la noche siempre nos ha proporcionado placer, calma, juicio, tranquilidad, de repente descubrimos su lado siniestro, ese punto atávico que tanto asustaba a los niños cuando dejaban de ser bebés. Así que conviene aprovechar bien la visita diaria del médico, preparar el encuentro, darle tus impresiones específicas, pensar en lo que le vas a preguntar en concreto. Que no se te escape nada relevante, los datos que tocan, pocos y pertinentes. Y luego escuchar con atención lo poco, pero sustancial, que te pueden decir en cada visita. No es mucho pero sí importante, se suelta en cuatro o cinco ideas, no más, sin cháchara. No tienen mucho que contar. No saben demasiado de momento, esto está empezando, eres uno de los primeros casos. Te hacen un reconocimiento, te auscultan, miden la tensión, el pulso, la saturación. Toman los datos y toman sus decisiones. Hoy una analítica, mañana quizá unas placas, vamos a empezar con un segundo tratamiento. No hay más. Sólo esperar a la puñetera evolución. Es decir, cómo cambia y se comporta el cuerpo hasta el día siguiente. Cuando vuelvan a verte. Aprovechar esas visitas con el máximo rendimiento depende también de ti, de lo que puedas aportarles más allá de las indicaciones gráficas de tu cuerpo. Una visita del médico desperdiciada es una pena. Alargas la enfermedad y no es plan. Te quedas solo otra vez. Si no estás muy mal intentas no molestar, cumplir con las peticiones que te hacen. Las enfermeras (ellas siguen siendo mayoría) van muy ocupadas, hasta arriba de tareas. Ellas sí están ahí todo el día, al tanto, por lo que puedas precisar. Pero sólo siguen indicaciones, instrucciones, que no se actualizarán hasta la siguiente visita médica.

Las noches son peligrosas, lo peor de toda la hospitalización; son largas, decadentes, inciertas, lentísimas

La curación no se puede acelerar por tu santa voluntad. Es lo que hay. Las auxiliares sí entran muchas veces en la habitación, traen alimentos (quizá llamarlo comida sea un exceso) cuatro o cinco veces al día. Una exageración. Parece un método para tenerte entretenido, alerta, pendiente, un estímulo psicológico contra la soledad de los pacientes, para que puedan sentir que detrás existe toda una organización ocupándose de ellos, lo que por otra parte es cierto. Pero al hospedado le parece una exageración y un desperdicio: desayuno, almuerzo, merienda, cena y resopón. Es la mísma táctica de los aviones antes del low cost, hacer olvidar al pasajero los terrores del vuelo a fuerza de atenciones constantes. Se crea así una rutina y te acomodas a ella. Hace el día más llevadero, es verdad. El verdadero reloj lo marcan la secuencias de las cinco comidas (llamémoslas así), las horas del hospital se fijan en función de las veces, siempre las mismas, en las que se abren las puertas de la habitación. Siempre igual y en igual momento: el enfermero a las siete que te pone el suero, luego llega el desayuno, después te hacen la cama o te dejan las sábanas para que te la hagas tú, a voluntad, más tarde por fin llega el médico (¿debo añadir también la médica?) y es el momento más determinante de la jornada, a continuación la limpieza de la estancia, justo antes del almuerzo y a poca distancia, después, la merienda, la tarde es mucho más tranquila, es posible que vuelva el enfermero con las novedades de la medicación, todo se va deteniendo, llega la cena y justo antes de la medianoche ofrecen un zumo o un yogur o lo que te apetezca. Te vas amoldando a esa cadencia e ignoras el aburrimiento.

Si te aburres, en realidad, es señal de que no estás demasiado enfermo. Cuando estás mal de verdad, la fiebre o lo que sea no te permite aflorar la conciencia del hastío. Estás fatal y punto. El tedio es una especie de sensación pequeñoburguesa, frívola, en términos clínicos. Si te aburres es que bien podrías estar fuera del hospital, si lo tuyo no fuera contagioso. Cuando sientes o piensas que no estás bien y que si no se corrige se podría poner peor, el aburrimiento te importa un carajo. Los médicos, los enfermeros, hacen lo que deben, son profesionales. Su trabajo consiste en sacarte del pozo, curarte, no regalarte palmaditas en la espalda, procuran cumplir también con eso, pero carecen de tiempo libre, el bicho se extiende, los pacientes se multiplican. Dar ánimos, es curioso, lo cubren mejor los distintos auxiliares que entran y salen de la habitación con recurrencia, se recrean más en la conversación y las banalidades.

Lo cierto es que si el enfermo cumple, y tiene suerte, si la fortuna le sonríe, lo que desgraciadamente no le ha pasado a los ochocientos fallecidos en la Comunitat o a los centenares de enfermos que acabaron en la UCI, la fortuna no llega a todos, pero para los dos mil curados valencianos hasta la fecha, llega un día en que el método funciona, el sistema del hospital da resultado. Acierta. Y de repente en una visita sobrevenida a media tarde te lo dicen sin muchos rodeos: estás curado. Ya puedes irte a tu casa.

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