La plaza que todo lo desplaza
El baile de las estatuas. Mucho antes que Franco y Vinatea, la reforma de nuestra plaza mayor cambió de lugar las estatuas del marqués de Campo y del pintor Ribera
F. P. PUCHE
Domingo, 20 de noviembre 2022, 00:17
Antes de que el dictador Franco fuera apeado de su caballo, mucho antes de que se tomara la decisión de desplazar al «jurat en cap» Francesc de Vinatea, la plaza del Ayuntamiento, con sus ciclotímicas reformas, ya desplazó de su lugar preeminente a dos ilustres valencianos: el marqués de Campo y el pintor José Ribera. Por fortuna, los monumentos de ambos los tenemos en calles de la ciudad; pero en uno y otro caso, su exilio, forzado por un gran cambio de la plaza, fue objeto de debate y controversia. Con Franco no hubo caso: su salida fue asunto (casi) unánime; pero el desplazamiento de Vinatea está siendo casi tan discutido como los de 1931 y demuestra que nuestro «baile de las estatuas» es permanente; sin duda fruto de una gran desazón municipal.
Ribera en el Temple
La historia de hoy tendremos que empezarla de la mano de Teodoro Llorente, fundador de este periódico, que en su libro 'Valencia' da cuenta del «numeroso y brillante cortejo» con que la ciudad celebró, el 12 de enero de 1888, la colocación de la estatua de José Ribera, 'El Españoleto'... en la plaza del Temple. Era una obra del «joven y ya laureado Mariano Benlliure», que la realizó gratuitamente aunque con la exigencia de que fuera fundida en Roma. La idea motriz fue de los pintores y escultores valencianos y Llorente nos dice que Juan de Juanes, «en primer lugar y antes que todos, Ribalta y Espinosa después, reclaman igual apoteosis». Tomemos nota: de los tres, hemos cumplido solo con el primero, siglo y medio después.
Durante dos años, la escultura del marqués de Campo estuvo sin pedestal en la plaza del Ayuntamiento
Ribera fue enclavado delante del Temple, en efecto. Y allí estuvo nada menos que quince años. Y es que el Ayuntamiento, propietario de los solares del convento de San Francisco en 1899, después de una negociación de siete años con el Estado, quiso empezar a animar el solar con la ubicación del pintor setabense... más o menos donde ahora tenemos a Vinatea, en el triángulo que linda con la calle de la Sangre. Colocado el monumento de Benlliure en 1903, el alcalde Llagaría tuvo un repente: llamó al jardinero mayor, el primero de la saga de los Peris, y le ordenó adecentar el lamentable solar. Una colinita, una gruta de rocallas, una cascada y un puente, fue el primer ornato que tuvo, en 1905, la plaza de San Francisco, donde el alcalde Sanchis Bergón plantó en 1906 los primeros arbolitos. Había nacido una desazón, el deseo de tener una linda plaza ante el palacio municipal, edificio que empezó a construirse ese año... y siguió en obras 24 años más, adornado con figuras y escudos de Mariano Benlliure.
El marqués a pie de calle
Las rocallas de Peris, el puentecito, no bastaron. Había que dotar a la plaza del monumento de un prócer, el marqués de Campo. Es así como se llamó a Mariano Benlliure, la solución del ornato valenciano, un lujo que desplazaba a todos los demás colegas, un verdadero Calatrava de principios de siglo. En el mismo 1906, Benlliure envió en un vagón de tren la figura del marqués del Campo, con sus patillas pobladas y el gabán, y la de una monjita que enseñaba a leer a dos niños.
Sin embargo, ni había basamento ni pedestal disponible. Así es que el marqués se quedó de pie en un paseo del parque, como un ninot de falla sin plantar, mientras los periódicos pedían seriedad, dignidad para el hombre que trajo a Valencia el gas y el ferrocarril. Dos años duró la broma; hasta 1908 no estuvo el marqués en lo alto de su pedestal, aunque con solo dos de las cuatro alegorías de la base. En 1909, para la Exposición Regional, el Ayuntamiento, menos mal, tuvo el monumento completo: Benlliure envió lo que faltaba y logró cobrar del Ayuntamiento.
Docenas de fotos dan testimonio de la situación de los monumentos mientras el barrio de Pescadores desaparecía y el Ayuntamiento crecía muy lentamente. También crecieron los árboles, que compusieron una plaza digna, burguesa y adecuada, hasta que todo el mobiliario de quioscos, floristas y urinarios se cambió a tiempo para la fugaz visita a Valencia de los reyes de Italia, en 1924. En apenas trece años, una nueva ola de comezón municipal, ahora de la dictadura primoriverista, modificó la escenografía de la plaza mayor, llamada por entonces de Castelar.
El marqués de Sotelo fue víctima de la inquietud insuperable del cambio en cuanto llegó a la alcaldía y tomó café con el arquitecto mayor, Javier Goerlich. Como los chistes sobre los kioscos orientales llegaban a los teatros de revista era preciso emprender una reforma seria de la ciudad. De modo que, obtenido el difícil empréstito, se lanzaron al derribo y ensanche de la Bajada de San Francisco, una idea formulada ya en 1921 por el alcalde Samper. Hubo quejas, hubo protestas, chistes y más material para las revistas teatrales. Pero la reforma se puso en marcha en 1928 y fue en 1930, cuando la dictadura ya se llamaba dictablanda, cuando se plantearon qué hacer para darle otro semblante a la plaza mayor de la ciudad, donde la Casa Consistorial estaba casi terminada, Correos lucía con su bola del mundo y una serie de edificios modernos brotaban como hongos.
Nació la Tortada. Una meseta elevada mediante elegantes escaleras, con fuentes dedicadas a las tres provincias. Goerlich ideó que la circulación de coches pasara de Barcas a Sangre mediante un túnel; pero la idea del subterráneo se trasladó a un ámbito nuevo, un mercado de Flores situado bajo la plaza aunque abierto a un ágora porticada. Se superó el debate y la polémica y las fallas tuvieron material nuevo. La cara de la plaza cambió, las floristas se desplazaron y todo fue bien hasta que se planteó, en el aburrido agosto de 1930, qué hacía Valencia con las estatuas de Ribera y José Campo que ya no era necesarias, ni adecuadas, para el nuevo formato de la plaza.
Pronto quedó claro que el marqués y sus alegorías debían ir a la elipse del final de la Gran Vía. Siguiendo el ritual valenciano, que indica que todo debe estar fuera del orden lógico ¿qué mejor que poner a José Campo en la plaza de Cánovas del Castillo, en el tronco de una avenida dedicada al marqués del Turia? En 1933, cuando los restos mortales de Blasco Ibáñez volvieron a tierras valencianas, el monumento de Benlliure estuvo listo en su segundo (y actual) emplazamiento.
Con Ribera hubo más dudas. Los periódicos iniciaron una especie de concurso de ideas: la plaza del Carmen, el cruce de San Vicente con María Cristina, la Gran Vía a la altura de Jorge Juan, Colón junto a la Audiencia... Los valencianos participaron al estilo de entonces, enviando sugerencias a la sección de «Cartas al director». Tuvo que venir el propio don Mariano para aclarar las dudas municipales. Y cuando todos se decantaban por hacer regresar al pintor a la plaza del Temple, él sugirió un sitio más resguardado: la contigua plaza de Teodoro Llorente, a donde un día llegó a bordo de un carro. El pintor, espada y paleta en ristre, esquivó los avatares de un punto neurálgico y delicado como siempre es Gobierno Civil... pero no evitó la horrible parada de autobús que impide una buena visión del monumento.