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Aula Capitular. El sepulcro se aloja en una majestuosa estancia que recuerda a la sala de las palmeras de la Lonja. DAMIÁN TORRES

Una nueva vida para una joya única (y casi oculta)

El sepulcro de los Boil. El Aula Capitular de Capitanía acoge una poco conocida obra de arte: la tumba del Gobernador Viejo y de su hijo, a punto de acabar su restauración

Jorge Alacid

Valencia

Sábado, 12 de noviembre 2022

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Hasta el Aula Capitular del edificio conocido como Capitanía (sede en realidad de un cuartel del Ejército adscrito a la OTAN) se llega luego de atravesar dos de sus tres claustros (el tercero se oculta junto a la Capilla Real), cruzar ante las coquetas capillas donde brillan los linajes de las familias fundacionales de la valencianidad y salvar el Salón del Trono, estancia principal del convento de Santo Domingo, nombre oficial del edificio que nos saluda desde la plaza de Tetuán. Una vez ante la puerta de acceso a la Sala Capitular, quienes mejor conocen el edificio aconsejan girar sobre nuestros pasos y observar tras su espalda: las distintas piezas que el paso del tiempo han depositado en el convento, como un repaso por la Historia del Arte al alcance de un parpadeo. Deslumbrante.

Superada esta aduana, dentro ya del Aula, quien la visite durante el próximo mes tropezará aún con el grupo de restauradoras que se ocupan de otorgar una nueva vida a una delicada pieza que nos recibe en uno de sus rincones. Es el sepulcro de los Boil, una joya del siglo XV poco conocida porque para admirarla hay que concerta cita previa o aguardar a las jornadas de puertas abiertas que se organizan un par de veces al año. Alojado en este edificio que funciona como un cuartel, hurtado al ojo público con esas salvedades, enfila ya la recta final de un proceso financiado por Iberdrola con 55.000 euros que corre a cargo del equipo de Noema Resturadores formado por Yolanda Falcó, Marisa Martínez y Sofía Martínez, entre otras expertas. Las dos primeras aceptan suspender durante unos minutos sus quehaceres para detallar las particularidades del encargo en que están inmersas y confesar el privilegio del que son parte activa: profundizar muy de cerca en el conocimiento de una singular obra (no es habitual un sepulcro como éste, en vertical) que merece sus elogios. «Es una belleza», coinciden.

De ese argumento participa nuestro guía de ocasión, el teniente Agustín Puig, ya en la reserva. Hasta que sonó la hora de su retiro, Puig se ocupaba de conducir a los visitantes por el monumental caserón, cuyos secretos conoce con la misma sabiduría con que los comparte. Se detiene ante la obra mientras explica para LAS PROVINCIAS sus particularidades pero antes de tomar la palabra calla unos segundos. Todos permanecemos en silencio. Solo se oye el soniquete de los utensilios que manejan las restauradoras que limpian, abrillantan y dan esplendor a las tumbas. Antes de la lección de historia, nos concedemos todos una pausa de admiración.

Puig coge pronto carrerilla. No necesita apoyarse en los papeles que le acompañan porque se sabe la lección de memoria. Es un relato profesoral pero también emotivo. El sepulcro no deja indiferente ni siquiera a quien custodia sus misterios. «Se desconoce quién lo construyó», advierte. «Sí sabe que lo encargó construir un Boil», añade, antes de detallar la importancia de esta familia para la Historia de Valencia. Es casi una saga fundacional. «Hablar de los Boil», señala, «es remontarse a los orígenes del reino de Aragón». Su ramificación valenciana cobra relevancia cuando dos de ellos, Benet y Pere, entran con Jaime I en Valencia en 1238 y reciben del rey como premio lo propio de aquel tiempo: tierras. En su concidión de terrateniente, adquieren la clase de notoriedad que legarán a sus descendientes, junto a cuantiosos bienes que conducen esta historia hasta el lugar donde nos hallamos: el Aula Capitular de Santo Domingo, cuya fundación se debe a su nieto, llamado también Pere.

Fue bautizado con ironía como 'salomónico' cuando se dividió en dos: una parte al San Pío; otra, a Madrid

Será este otro Boil quien ponga de su cuenta el dinero necesario para levantar este coqueto espacio que alberga el sepulcro y que por sí solo merece una visita detallada. Quien no lo conoce, se maravilla según traspasa el acceso: el comentario común emparenta el Aula Capitular con la Lonja, tan conocida como querida, aunque debe descartarse que el desconocido constructor de esta estancia fuera Pere Comte. Su anónimo autor, un ignoto maestro de obras, sí que ejerció una crucial influencia sobre Comte: está documentado que el arquitecto de la Lonja trabajó en la construcción de la vecina Capilla Real, otra de las joyas que contiene Santo Domingo, así que pudo aprender las lecciones que dejó para la posteridad esta sala que debe su identidad a esas esbeltas columnas que forman, como ocurre en la Lonja, una suerte de palmeras que trepan hasta la bóveda y despliegan sus nervaduras como si fueran en efecto ramas de un árbol.

Tiene por lo tanto todo el sentido que a una estancia de tan mayúsculas belleza le correspondiera un sepulcro a su misma altura. Es la tumba donde reposan los restos del llamado Gobernador Viejo, esto es, otro Boil: en concreto, Ramón de Boil y Díez, descendiente de aquel Pere Boil, que se citó con la eternidad reposando en compañía de su hijo, Ramón Boil y Montagut. Lo hacen en esa curiosa disposición: uno encima de otro, dos tumbas superpuestas que proporcionan al conjunto una encantadora verticalidad. No es su único mérito: la pieza es una auténtica obra maestra, una maravilla vista desde lejos que acrecienta su magnetismo a medida que se acerca nuestra mirada.

Es entonces cuando resalta en todo su esplendor el artesonado que reclama los cuidados de Yolanda y Marisa. Filigranas en piedra que han sufrido a lo largo de la historia el ataque de dos enemigas muy conocidos por todo el catálogo de obras de arte diseminado por Valencia: la humedad, por supuesto, siempre dañina, acompañada por su aliada la sal. La acción mutua de ambas ha conspirado para eliminar del sepulcro el brillo con que nació y fue creciendo, aunque también contribuyeron a su deterioro otros sospechos habituales: las guerras que se sucedieron sobre estos muros, las malas atenciones que ha recibido históricamente el patrimonio y algunas mejorables conductas humanas. Por ejemplo, aquel momento infausto cuando el sepulcro adquirió el sobrenombre con que fue bautizado con ese acusado gusto valenciano por la ironía: el sepulcro salomónico.

La pieza, con una singular disposición vertical, ha recobrado el brillo perdido, como su bella policromía

¿Salomónico? Es un sarcasmo: una manera de recordar la extraña (y dañina) decisión adoptada en su día, cuando por un litigio entre el Museo de Bellas Artes y el madrileño de Arqueología se acordó dividirlo en dos mitades. La parte superior cruzó el Turia hasta el San Pío y su hermana inferior viajó hasta Madrid. Cuando se reunieron de nuevo hubo que arreglar los comprensibles desperfectos, un incidente más en su biografía que acabó por desembocar aquí, en los restos de arenisca que se desprenden mientras las dos magas que se ocupan de su restauración avanzan en un trabajo que les ha recluido en el Aula Capitular durante tres mes. Se acerca el final, un final feliz. Puede observarse en la recobrada luz de su policromía, que obedece a pigmentos naturales donde brillan el ocre, el azul, el verde o el oro. También el negro, nacido por obra de algún carbón que iluminó de ese color algunos de los escudos que decoran el friso o esas impresionantes figuras humanas que son la esencia del sepulcro: dos bandas horizontales que recorren las tumbas según una disposición que encierra la lección secreta que nos dejó su enigmático autor: una reflexión sobre el duelo. Arriba, llora a los finados una representación de la sociedad civil; abajo, el relato religioso: monjas, un abad y un misterioso caballista con el escudo hacia abajo. ¿Qué nos quiere contar el sepulcro? Se ignora. Solo sabemos, como sabía aquel magnífico artista, que el cielo siempre está sobre nuestra cabeza arriba y el infierno, bajo nuestros pies.

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