Los cálidos veranos de los años veinte
Años felices. Más allá de la crisis y la guerra, la sociedad española quiso vivir el verano como si no hubiera un mañana. Los festivales de aviación congregaban a miles de personas en el aeródromo de la Malvarrosa
F. P. PUCHE
Domingo, 11 de septiembre 2022, 00:35
Continuaban los ponientes a la orden del día, impidiendo que refrescase la temperatura y desluciendo las festividades de los pueblos, que tanto se prodigan en este mes», dice el Almanaque de LAS PROVINCIAS al abrir el relato de septiembre de 1922. Calor: en el verano de hace un siglo también hizo mucho calor en Valencia. Como había ocurrido el año anterior y como sucedió en septiembre de 1923, otro año de sudores y acaloramientos que en los despachos del poder desembocaron -casualidad o causalidad- en la dictadura del general Primo de Rivera.
Desde el desastre ocurrido en Annual -una matanza fechada entre el 22 de julio y el 9 de agosto de 1921, en plena canícula marroquí- España estaba de nuevo en guerra. Pero la amargura de la crisis económica y el desembarco de soldados heridos y febriles no impidió que, en el transcurso de tres o cuatro tórridos veranos, el país cambiara de piel y se embarcara en esa loca aventura de vivir -¿quién sabe si habrá un mañana?- que hoy llamamos los «Felices Años Veinte».
Hizo mucho calor aquellos veranos. El periódico solía abrir la sección de Valencia con una croniquilla meteorológica tras la que, a renglón seguido, se insertaba un anuncio del balneario Las Termas o de Las Arenas, que en el estío de 1922 inauguró aquella recordada terraza sobre el mar, decorada por Carlos Cortina al estilo de esos balnearios de Biarritz que la pequeña burguesía valenciana nunca iba a conocer. Sombreros de paja para los caballeros, y para las damas trajes de baño que ya dejaban ver bien los muslos y anunciaban un escote.
En julio de 1921, cuando ocurrió lo de Annual, el Almanaque señaló un tiempo «tormentoso, los calores fueron fortísimos»
«El vientecillo del Este venció por fin el calor de días pasados. Ayer no hizo tanto bochorno, como puede notarse por la temperatura, que fue de 19 grados en la madrugada y 24 grados a la sombra y 29 al sol a la una de la tarde». Lo podemos leer en el periódico del 2 de junio y llegaremos a la conclusión de que eso no es un calor exagerado. No es el calor de 2022, vaya. Pero el verano de 1922 lo abrió la tormenta que dio al traste con la procesión del Corpus. «Se formalizó el chubasco y cada cual buscó donde resguardarse», dice el Almanaque para recordarnos la tradición eucarística con lluvia que acuñó el maestro Giner. «La Custodia, al llegar a la plaza de la Reina, siguió por la calle de Zaragoza hasta la Catedral». Los gigantes, que ese año se habían remozado, mostraron estar hechos con buen cartón, resistieron el agua.
La traducción de «bochorno»
Bochorno es la palabra más recurrente en esas crónicas de resumen la jornada meteorológica. «El bochorno era insoportable», leemos un día; «ayer tuvimos otro día de bochorno precursor sin duda de nuevas tormentas», se puede leer una semana después. Es nuestra «basca», o «chàfec», que amasa con humedad y ausencia de viento el puro calor y da como resultado un producto tan agobiante, o más, que la «ponentá» clásica del verano de Valencia. En julio de 1921, cuando lo de Annual, el Almanaque señaló un tiempo «tormentoso y vario; los calores fueron fortísimos y, terminada la feria, la gente que no salió de veraneo afluía diariamente a los poblados marítimos».
Las clases sociales y el calor. Unos se iban a balnearios de campanillas, para tomar las buena aguas y los mejores vinos, y otros se quedaban al albur de los tranvías a la Malvarrosa, abarrotados desde que a finales de mayo de 1922 apretó el termómetro y Valencia corrió a los muelles y la playa para ver de cerca las exhibiciones de una escuadrilla de hidroaviones de una potencia militar y política emergente que causaba sensación: la Italia destinada a rendirse ante Mussolini.
«Continuaban los calores bochornosos a la orden del día al empezar este mes que inauguró el día primero con una fuerte turbonada con truenos y relámpagos». Es julio de 1922, un mes que, si se analizan las temperaturas que a diario publicábamos, procedentes del Servicio Meteorológico de Levante, resulta que no sobrepasaban los 30 grados a la sombra. El 1 de junio, Alicante dio una máxima de 27 grados, el día 8 Valencia llegó a los 28; y el día 23 se registraron 23 grados a la sombra y 29 al sol. ¿Dónde están esos bochornos y calores? ¿Damos por bueno que hacía menos calor o que los valencianos, socialmente obligados a «vestir», sufrían más el rigor de la temperatura que sus biznietos ahora?
El 10 de julio de 1922, la inauguración oficial del Palacio de Justicia, que se ubicó en la Aduana de la Glorieta, debió de ser de toma pan y moja, todos de levita alrededor del ministro de Gracia y Justicia. Menos mal que el banquete lo pusieron en Las Arenas, donde jugaba la brisa entre las columnatas. Unas semanas después, todavía debió ser mucho peor la sesión nocturna de los Juegos Florales, en un teatro Principal que no soñaba que algún día se pudiera inventar la refrigeración. Abanicos para aderezar los largos párrafos del discurso del mantenedor y los poemas del vate premiado con la flor natural.
Una Feria de Julio brillante
En medio de aquellos calores, sin embargo, pasaban cosas muy especiales. El Barcelona, por ejemplo, vino a jugar frente al Valencia en el campo de Algirós en un partido amistoso. Y las bandas municipales de las dos ciudades, dirigidas por los maestros Lamotte de Grignon y Ayllón, cosecharon éxitos estrepitosos durante su participación en el Certamen de la Feria. Que ese año, a la llamada de la aviación, la sensación del mundo moderno, congregó a miles de personas en la playa de la Malvarrosa, convertida en aeródromo. Durante dos calurosas jornadas, la extensa franja de arena fue escenario de mil cosas: desde la invasión por el público de los graderíos de preferencia hasta la conquista del récord de altura de la aviación española. El héroe fue un as de la aviación, el señor de Las Morenas, que subió con su M-10 hasta 8.500 metros y se llevó el premio de 5.000 pesetas establecido para el caso.
Acrobacias aéreas, vuelos de palomas mensajeras, motores que arrancan entre nubes de humo y pilotos que despegaban para volar durante dos horas y pugnar por una altura jamás conquistada, amenazados por altímetros que no funcionaban bien y por la llamada «falta de presión», que hizo al piloto Sandino tener que aterrizar con su Bristol en Castellón, de puro milagro, cuando ya se le daba por perdido... o que dio de bruces en la arena, volteado, al aparato del comandante Lecea.