Secciones
Servicios
Destacamos
F. P. PUCHE
Domingo, 13 de octubre 2024, 00:00
El gran financiero valenciano José Campo Pérez Arpa, el marqués de Campo, instaló su residencia y la dirección de sus negocios en Madrid y vino a Valencia en muy escasas ocasiones, celebradas por la prensa con largas crónicas y elogios encendidos. Una de esas visitas, la de 1882, tuvo como finalidad principal conocer el buque insignia de su flota de barcos, el Viñuelas, que desde Valencia inauguró una ruta marítima que enlazaba con las islas Filipinas. En ese viaje también visitó el Asilo de Párvulos que lleva su nombre y se informó de la marcha de las obras de la iglesia de la calle de la Corona.
«Verdaderamente era curioso el caso de un armador que, habiendo adquirido veinte vapores de primer orden, y habiendo organizado líneas de navegación que enlazan a su país con todas las colonias y con varios puntos del continente, pisaba en aquel momento uno de sus buques sin haber visto hasta entonces ninguno de ellos». LAS PROVINCIAS usó estas palabras para describir un hecho chocante, quizá único en el mundo de la navegación. Pero el caso es que el 25 de mayo de 1882, el marqués de Campo pisó al fin la cubierta de su buque favorito, el Viñuelas, bautizado con el nombre de la finca de caza y recreo que tenía a las afueras de Madrid, perfecta para ensanchar los negocios atendiendo a la nobleza financiera e incluso al rey.
Campo viajó desde La Encina a Valencia a bordo de un tren especial de su compañía ferroviaria. Y sin bajar de su lujoso vagón llegó hasta los muelles, a la vista del vapor Viñuelas, empavesado y reluciente, que había echado el ancla en el centro de la dársena.
El buque, antes llamado Minessota, nació en 1867 en astilleros británicos y fue comprado por Campo como los demás de su flota, a golpe de talonario, como fruto de valientes decisiones de inversión y crédito.
Era un buque hermoso, de 100 metros de eslora e impulsión mixta: tres palos con velamen y calderas de carbón que movían una importante hélice. Como otros muchos de su época, era un trasatlántico de carga y pasaje para largos recorridos, preparado para unir la península con las colonias de Filipinas a través de Suez, Adén y Singapur. Tras un reciente acondicionamiento en Inglaterra, y hechas con éxito las pruebas de mar, el Viñuelas podía andar a más de trece millas con 1.500 toneladas de lastre. Y estaba preparado para llevar a 800 personas en cubiertas de segunda y tercera, y a 72 más en un espacio de lujo presidido por un salón de estar y un comedor, decorados a la última, con nogal y pinturas al óleo, aparadores de maderas nobles y cristal, espejos, armónium y todas las comodidades de las mejores líneas internacionales.
Cuando el marqués de Campo pisó la cubierta de su buque insignia, la tripulación, impecablemente formada, le saludó con vivas y hurras. Y hasta el arzobispo Monescillo, que encabezaba el nutrido grupo de autoridades invitadas, aplaudió complacido. Los invitados lo recorrieron todo, admirando la elegancia y la modernidad de un buque que incorporaba la luz eléctrica. Después, en tres mesas dispuestas en el comedor, se sirvió un menú copioso y de una calidad que parecía extraída del mejor hotel, imposible de imaginar a bordo de un vapor de línea.
A los postres, «en la intimidad de la confianza», fue cuando recordó a los comensales más cercanos los tiempos de su juventud y las precarias instalaciones que tenía el puerto de Valencia comparadas con las del momento, que podían dar servicio a vapores de gran calado. Recordó «los esfuerzos que hizo para la construcción del puerto y se felicitó de que con la valiosa cooperación de todas las clases se hubiese llegado a realizar el ensueño de su juventud».
Fue entonces cuando el presidente de la Junta de Obras y de la Diputación, el señor Atard, agradeció los esfuerzos e inversiones de Campo, evocó la necesidad de las obras continuaran en la dársena con otras mejoras; y pidió al financiero que uniera su impulso al de las autoridades valencianas para conseguir del Gobierno solución al proyecto de aquel momento: unas cárceles nuevas que cancelaran el penosísimo estado de la galera para mujeres y las de San Gregorio y San Agustín para hombres. Fue entonces cuando el marqués se levantó y pronunció unas palabras solemnes.
-Se harán, se harán esas cárceles. Yo os lo aseguro. Porque si para ello no hubiera otros recursos, venderé los bienes que sean precisos para la construcción de ese edificio.
De esa respuesta entusiasta surgió la idea financiera consiguiente: el marqués se ofreció a construir la nueva prisión en tres años, por 4,8 millones de reales. Para ello se haría una emisión de bonos de 500 reales, amortizables a diez años, de los que el Ayuntamiento y la Diputación tomarían 3.000 cada uno, el arzobispo dos mil más y el propio marqués los 1.600 restantes. Y el resultado fue... que solo el arzobispo dijo «adelante».
El resultado es que, para solventar el problema de las cárceles, el Gobierno donó a la Diputación los Jardines del Real, que deberían destinarse a solares con los que pagar la obra. La Cárcel Modelo no estuvo disponible hasta 1905 y la Cárcel de Mujeres se acabó en 1922. Mucho tiempo pasó hasta que se dieron forma a los planes de José Campo.
Publicidad
Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Álvaro Soto | Madrid
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.