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Pequeñas infamias

Incompetentes, mediocres y otros locos flautistas

Carmen Posadas

Domingo, 14 de Noviembre 2021

Tiempo de lectura: 3 min

Para alguien que tiene la autoestima por los tobillos como yo, siempre ha sido motivo de asombro (y también de envidia) ver cómo otras personas, algunas francamente tontas, van por ahí comiéndose el mundo. Y bien que se lo meriendan, porque no hay nada como estar convencido de la propia valía para que los demás lo crean también.

Hasta ahora pensaba que yo era un desastre sin solución, una insegura crónica. Pero hete aquí que hace unos días alguien me habló del efecto Dunning-Kruger, un sesgo cognitivo que me gustaría comentar con ustedes, a ver qué les parece. En 2000, los psicólogos sociales David Dunning y Justin Kruger, de la Universidad de Cornell, ganaron el llamado Premio Ig Nobel de Psicología al describir el siguiente fenómeno. Observaron que los individuos incompetentes y/o poco informados tienden a sobreestimar sus habilidades, mientras que a personas que no responden a ese patrón les ocurre lo contrario. En realidad, el efecto Dunning-Kruger no hace más que abundar en algo apuntado ya por Darwin: el hecho, comprobable también en otras especies, de que la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento.

A mí también me impresionó constatar que estamos infestados de estultos flautistas de Hamelín que nos conducen al desastre

Lo que hicieron a continuación Dunning y Kruger fue poner a prueba su hipótesis mediante un experimento. Primero, midieron las habilidades intelectuales y sociales de una serie de estudiantes y, una vez conocidos los datos, les pidieron después que fueran ellos quienes se autoevaluaran. Descubrieron así que mientras las personas más preparadas tendían a darse una nota baja, los otros no tenían abuela, se consideraban genios capaces de solucionar cualquier dificultad en un periquete.

Este sesgo tan poco lógico no tendría mayor trascendencia si no propiciara en la sociedad una curiosa espiral. Mientras los competentes e informados ponderan, calibran y calculan sus posibilidades puntuándolas siempre a la baja, los incompetentes se atreven con todo y dan soluciones fáciles a problemas complejos. La arrogancia de la ignorancia tiene, además, un efecto paralizador sobre otras personas. Qué tipo tan valiente, decimos, qué resolutivo, qué expeditivo. Y como aparentar estas tres cualidades despierta admiración, y como el arrojo y el aplomo se confunden a menudo con la solvencia y la capacidad de liderazgo, resulta que gente muy válida acaba siguiendo a este tipo incompetente de flautista de Hamelín sin saber adónde los lleva.

No sé si lo recuerdan, pero hace unos años escribí un artículo al que titulé El mundo es de los mediocres. En él me asombraba de cómo personas sin valía alguna, por no decir verdaderos tarugos, conseguían llegar a altas responsabilidades tanto en las empresas como en la política. Para hablar de esta última, donde los ejemplos resultan más notorios, ¿qué son personajes como Maduro o incluso Boris Johnson (eso por no nombrar a unos cuantos políticos patrios) sino perfectos incompetentes y/o mediocres? Ocurre, además, que este tipo de personas, cuando se trata de elegir a un colaborador o a su sucesor, obviamente no recurren a alguien competente, no sea que les haga sombra y los deje en evidencia. Nombran a otro de sus mismas características, propiciando así una cadena de necios.

¿Desolador panorama? ¿Acabo de arruinarles el día hablando del efecto Dunning-Kruger? A mí también me impresionó constatar que estamos infestados de estultos flautistas de Hamelín que, tralalí, tralalá, triscando aquí y allá nos conducen al desastre. Pero pienso también que el mundo lleva milenios sobreviviendo a toda clase de incompetentes, de modo que debe de haber un antídoto natural contra ellos. Y el antídoto, calculo yo, es que a pesar de que Darwin señalara que, al igual que ocurre con otras especies, la ignorancia engendra más confianza que el saber, esta especie nuestra es un poquito más evolucionada que las demás y, al final, tenemos discernimiento. El discernimiento que inventó, por ejemplo, la democracia. Un imperfecto –pero a la vez único– método que, al menos en el ámbito de la política que tanto nos afecta, nos permite cada cuatro años librarnos  de mediocres, incompetentes y otros locos flautistas.