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UNA HISTORIA DEL VALENCIA (XLVII)

UNA HISTORIA DEL VALENCIA (XLVII)

El Valencia sufrió en 1964 un parcialísimo arbitraje en contra que le impidió sumar su tercera Copa de Ferias consecutiva

JOSÉ RICARDO MARCH

Lunes, 23 de septiembre 2019, 00:28

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24 de junio de 1964. En el Nou Camp se disputa la final de la VI Copa de Ciudades en Feria. Se enfrentan el Valencia, campeón de las dos últimas ediciones del torneo, y el mejor Zaragoza de la historia (que ganará, apenas dos semanas después, la Copa del Generalísimo). Ambos han protagonizado fases de clasificación prácticamente impecables: los maños se han deshecho en las rondas previas, no sin dificultades, del Iraklis, el Lausanne, la Juventus y el Liegeois; el Valencia, con Mundo en el banquillo (tras la destitución, en enero de 1964, de Pasieguito), ha hecho lo propio con los potentes Shamrock Rovers, Rapid de Viena, Ujpesti Dosza y Colonia.

Una vez se conoce que los dos equipos han alcanzado la final, comienza una serie de extraños movimientos que sirven para envolver el emparejamiento decisivo de la Copa de Ferias con una atmósfera, digámoslo así, poco halagüeña para el Valencia. A pesar de las buenas palabras que dedica al club Stanley Rous, presidente de la FIFA y del comité organizador del torneo, lo cierto es que el aplastante dominio blanco parece haber molestado en las altas instancias europeas. Se decide, bajo la excusa de que serán dos equipos españoles los que jueguen la final, que esta se plantee a partido único en Barcelona (que es, recordemos, terreno maldito para el valencianismo), con el objetivo de ahorrar costes. Una llamativa novedad respecto a ediciones anteriores, en las que, incluso en el caso de coincidencia en la final de dos rivales del mismo país (como por ejemplo en la de 1962, ganada por el Valencia al Barça), se respetaba el formato de los dos partidos, uno de ida y otro de vuelta, en los estadios de los contendientes.

Mejores sensaciones que la modificación de una de las bases de la competición o la elección del escenario parece ofrecer la designación, como juez de la contienda, de Joaquim Fernandes Campos, un portugués de treinta y nueve años que luce en su currículum partidos de gran relevancia internacional, entre ellos el debut del Valencia en la Copa de Ferias, disputado tres años atrás. Conceptuado en su país como un árbitro prestigioso y muy válido, la elección de Campos parece asegurar un partido de guante blanco, sin estridencias ni problemas.

Esta buena impresión salta por los aires a lo largo del encuentro. En la primera parte el Valencia arrolla al Zaragoza, si bien su dominio no se refleja en el marcador. Todo lo contrario: en una jugada aislada Villa, en claro fuera de juego que ni Campos ni sus asistentes ven, consigue el 1-0. El Valencia iguala el partido rápidamente gracias a un gol de Urtiaga, marcador con el que se llega al descanso. A los dieciocho minutos de la reanudación Lapetra marca el 2-1 para el Zaragoza. Y aquí comienza un nuevo escenario, caracterizado por la dureza del juego, las continuas pérdidas de tiempo y, sobre todo, la penosa actuación de Campos. El portugués (del que la crónica de un medio neutral como "El Mundo Deportivo" subrayará su "escasa capacidad [...] como para que pueda confiársele la responsabilidad de una final de tanto prestigio") anula un gol a Guillot y evita pitar un claro penalti realizado al mismo jugador a diez minutos para el final. El público abronca a Campos, se arma una tremenda trifulca sobre el césped y el portugués expulsa a Suco, por lo que el Valencia juega los últimos minutos, buscando el empate a la desesperada, con diez efectivos.

El final de la historia es propio de un sainete. A pesar del tiempo perdido entre protestas e interrupciones varias, Campos (que, timorato como es, ha dirigido el último tramo del encuentro desde la banda, junto a la policía) pita el final cuando faltan dos minutos para que se cumpla el 90 y sale corriendo en dirección a la caseta. Los suplentes del Valencia le cierran el paso, lo que motiva que el portugués solicite la intervención de la fuerza pública. El escándalo es mayúsculo y Campos, evitando cualquier tipo de autocrítica, subraya hasta el extremo su papel de víctima, lo que está a punto de suponerle un sopapo del correctísimo Jaime Hernández Perpiñá. Como sonora protesta ante el dantesco desarrollo del encuentro, ningún miembro de la expedición valencianista acude a la recepción posterior al partido y la copa de subcampeón se queda sin entregar. El encuentro y el incapaz trencilla portugués (como Insausti, Martín, Hernández Areces o Gojenuri) acaban de entrar por la puerta grande en la historia negra del valencianismo.

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