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El vértigo de asomarse a la plaza

El vértigo de asomarse a la plaza

A los reunidos en San Pedro se les escucha como una sola voz. Y es atronador, conmueve y debe impresionar sobremanera al nuevo Papa

Viernes, 9 de mayo 2025, 00:10

Y al final nos sorprendieron. No tanto por quién ni por cómo se llama sino por cuándo y cómo lo supimos. Los cardenales, en su propio universo, que parece envuelto en pergamino, terminaron ofreciendo un guion estupendo para serie breve de plataforma. Una tarde larga y confusa para empezar; una mañana de trámite sin novedades y una tarde que empezaba tranquila a la espera de la puesta de sol, y que, sin embargo, terminó convertida en el centro del relato, en el clímax deseado. Confieso que no lo esperaba. Mi pronóstico se situaba en la tarde del viernes. O, todo lo más, por la mañana. Tampoco lo anunciaron algunos ilustres vaticanistas que veían imposible repetir el récord de Ratzinger. En su caso, parecía evidente que él iba a ser el Papa, pero en éste el abanico estaba demasiado abierto. Una famosa experta había dicho apenas doce horas antes en la televisión italiana que el cónclave iba a prolongarse hasta el martes. Next!

De hecho, estuve viendo la fumata negra de la mañana sin entusiasmo, sabiendo que no era fácil que saliera el Papa tan pronto, y nos fuimos a comer con calma en Borgo Pio. Heladito de postre, una cabezadita sin pretensiones y un encaminarnos a San Pedro con cierta indolencia sobre las cinco de la tarde, con ánimo de coger buen sitio para las siete. En efecto, llegamos con calma y subimos, con mucha más calma, en aras de sobrevivir, los 96 escalones que separan los 'sampietrini' de la plaza de las estatuas que coronan la columnata de Bernini. Es el lugar que habilita el Vaticano para los periodistas. Desde allí se tienen vistas magníficas de la plaza y, sobre todo, de la Logia de San Pedro, el balcón al que se asoma el Papa en su primer saludo. Subimos los escalones porque no funcionaba el armatoste que utilizan de ascensor, todo hay que decirlo. Cuando me vio las intenciones un vigilante de seguridad me preguntó: «¿Usted va a subir?» con tal gesto de preocupación que parecía mi cardiólogo. Y una, que tiene mucho orgullo para eso, le dijo con rotundidad: «certamente!» como si viniera de ganar un campeonado de spinning. Era una escalera de caracol por la que solo pasaba una persona. En el escalón 50 temí no llegar a conocer al nuevo Papa. Pero se ve que el Espíritu Santo que andaba por allí se compadeció y me ayudó a llegar hasta arriba.

Una treintena de cámaras, fotógrafos y periodistas aguantaban estoicamente el sol de media tarde que aún pegaba de lo lindo y nos pusimos a comentar «¿Da dove vieni?» «Della Spagna, Valencia». «Ah, Sagrada Familia». «No, no, chata, empezamos mal; Santo Cáliz, si no te importa». El caso es que había que entretenerse hasta que saliera la fumata. Negra, probablemente. Ya había colas enormes de gente que pretendía entrar en la plaza y, desde arriba, reconozco que las miraba pensando: «pobres, tanta cola para cinco minutos de humo negro». Eran las seis de la tarde.

El Papa parecía con su gesto una fusión de Juan XIII por la bondad y de Pío XII por lo regio

Como de costumbre, se escuchaban algunos aplausos en la plaza y algunos grititos a los que no das importancia porque después de las tres horas del día anterior, sabemos que cualquier cosa nos distrae. En un momento dado, la gente se entusiasmó y nos pusimos en alerta, pero resultó ser un aplauso espontáneo a unas gaviotas en torno a la chimenea. Ellas también tienen derecho a su minuto de gloria. Por eso cuando se escuchó un gran murmullo y aplausos levanté la vista y vi a decenas de periodistas como locos levantando objetivos y móviles. Y sí, era. Era humo blanco. Clarísimamente blanco. Y no eran aún ni las seis y media de la tarde. ¿Habemus? Habemus.

La sensación desde las alturas es ligeramente distinta a la que se tiene desde abajo. En el de Bergoglio, la fumata me pilló abajo, entre la gente. En ésta, arriba, con los periodistas. Y puedo decir que la plaza se escucha como una sola voz. Y es atronador, conmueve y debe impresionar sobremanera al nuevo Papa.

Cuando sale el protodiácono hay griterío y aplausos. Cuando dice el nombre, Prevost, y el elegido como Pontífice, León, más aún, pero cuando el Papa empieza a hablar, bendice o termina su alocución, lo que se escucha no creo que sea comparable a casi nada. Salvo a un estadio de fútbol repleto y entregado. Y, aún en ese caso, en las gradas siempre hay aficionados del equipo contrario. En San Pedro, no. Todos son del equipo titular. Todos esperan al Papa y se emocionan y se entusiasman con el que sale y con la sola noticia de su existencia. No puedo imaginarme lo que debe de sentir quien se asoma como Papa a ese balcón, ve una plaza y aledaños a rebosar y escucha ese grito atronador. Eso debe de dar más temor y temblor que el recuento de votos repitiendo el propio nombre bajo el Juicio Final de Miguel Ángel.

El sol se volvió a poner ayer por detrás de la Sixtina, como lo hizo anteayer mientras esperábamos la fumata. Sin embargo, nadie miraba ya hacia allí cuando intentaba deslumbrarnos. La mirada se dirigía a otro lugar. Pero sobre todo se atendía a la voz, al gesto, al tono de un Papa que parecía una fusión de Juan XIII por la bondad y de Pío XII por el gesto regio de Sumo Pontífice. León es una promesa. Su saludo de paz es una esperanza. Estos días por la plaza había una chica, ucraniana, con una pancarta que ponía 'Hope for peace'. Esperanza de paz. No la he vuelto a ver. Ojalá fuera, como en la noche de Belén, una mensajera que anuncia la paz. Después de escuchar al Papa me lo creí.

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