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Ramón González, superviviente del ataque terrorista perpetrado en la sala Bataclan. Alberto Ferreras
La noche infernal de los Kalashnikovs

La noche infernal de los Kalashnikovs

Ramón González sobrevivió al atentado de Bataclan. Se salvó de la masacre porque se refugió en un camerino. «Lo que más se veía era el resplandor de sus armas»

Álvaro Soto

Madrid

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Jueves, 1 de enero 1970

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Fue un minuto que duró una vida. Tirado en el suelo de la discoteca Bataclan, Ramón González (Daimiel, Ciudad Real, 1984) pensó que iba a morir. Él, que ese viernes por la noche había convencido a su novia y a dos amigos para ir al concierto del grupo de rock Eagles of Death Metal, se vio de repente como protagonista de una pesadilla que compartía con las 1.500 personas que habían acudido, como ellos, a la sala de fiestas parisina. Tres terroristas, armados con Kalashnikovs y chalecos explosivos, irrumpieron en Bataclan con la intención de matar a la mayor cantidad de gente posible.

«Escuché un ruido y me fui al suelo instintivamente. A mi lado, alguien dijo: 'No os preocupéis, son petardos'. Pero no eran petardos: levanté la cabeza y allí estaban, a diez metros de mí, los tres terroristas», recuerda González. Una imagen «apocalíptica», afirma el antiguo informático, ahora profesor de español, que publica el libro 'Paz, amor y death metal' (Tusquets), que aborda sus recuerdos sobre aquella noche en París. «Vi cómo apuntaban y disparaban contra todo el mundo. Entonces se encendió una luz potente que iluminó a los terroristas, que estaban alineados, y pude distinguir claramente a uno vestido de gris. Pero lo que más se veía era el resplandor de sus armas».

En ese momento, Ramón González se levantó y corrió durante diez segundos hacia una puerta. «Ahí es donde de verdad creí que me iban a dar. Y entonces pensé que mejor que me dieran en la cabeza que en el estómago para no agonizar. Ese fue el mayor peligro porque estábamos expuestos a los disparos», recuerda el escritor.

«Pensé que lo mejor era que me dieran en la cabeza en vez del estómago»

Durante casi un cuarto de hora los terroristas «estuvieron a sus anchas», disparando y rematando a los espectadores. González y sus acompañantes habían alcanzado la puerta y, aunque detrás de ella no había ninguna salida a la calle, sí encontraron por lo menos un camerino en el que se encerraron unas 80 personas. «Mi instinto decidía por mí. Mis pensamientos eran: 'Si me matan, que sea el último'. Nada más».

Niebla anaranjada

Dos horas y media duró la angustia. A la una de la mañana, la policía entró en la sala, los terroristas detonaron sus cinturones para tratar de causar el mayor daño final y los rehenes pudieron por fin escapar. «Nos sacaron a la calle por la puerta principal cruzando Bataclan. Había silencio y una niebla anaranjada. No me imaginaba que iba a estar lleno de cadáveres. El suelo estaba cubierto de muertos y se me quedó grabado ver en un lateral el cadáver de una persona enorme. Fue como un símbolo, contemplar a alguien tan grande derrumbado», cuenta González.

En Bataclan murieron 90 personas, 137 (entre ellas, tres españoles) en todos los atentados de París, que incluyeron explosiones a las puertas del Stade de France y tiroteos en terrazas y bares de la ciudad. También hubo 415 heridos y centenares de personas, como Ramón González, con estrés postraumático. «Aquella noche llegué a casa a las ocho de la mañana. Nos llevó un policía que nos dijo: 'Hay que ser fuertes'. Dormí unos 20 minutos, y fue la noche que mejor estuve, supongo que por la adrenalina», cuenta el autor del libro, que reside en París desde 2011.

«Hubo rastreros que se hicieron pasar por víctimas para cobrar o conseguir cariño»

Entonces llegaron los altibajos emocionales. «Nadie te enseña qué es el estrés postraumático. Experimentas la sensación de que no puedes controlar tus emociones, pasas de la euforia extrema a llorar, de amar a todo el mundo a la misantropía más absoluta. Los días siguientes tomas conciencia de la situación y te das cuenta de que va a haber un antes y un después en tu vida», narra González, que sitúa ahí el momento en que decide que algo va a cambiar. «Mi trabajo como programador no me volvía loco. No tenía sentido seguir trabajando, hablé con mis jefes y lo dejé». Por el contrario, resurgió con fuerza su vocación literaria. «La utilizo para no atormentarme. En aquellos días, escribir era lo único que me daba energía. Fue un desahogo». Las letras y la ayuda psicológica le «ayudaron a soltar muchas cosas, a borrar los fantasmas», agrega el escritor, que trabaja ahora como profesor en un instituto de la capital francesa. Aún no ha vuelto a Bataclan, pero no por miedo. «No me parece necesario, no quiero forzar la situación ni tengo que demostrar nada. Cuando tenga ganas, iré», zanja el protagonista de un suceso que sacó lo peor y lo mejor de la condición humana. «Vi a gente ayudando a los heridos y también vi a personas rastreras que se hicieron pasar por víctimas solo por cobrar o porque buscaban cariño. Hubo una chica que hasta se hizo un tatuaje de recuerdo y luego descubrieron por el GPS de su móvil que estaba a 40 kilómetros de París en el momento de los atentados. Un tipo dijo que a su lado había muerto una mujer embarazada, cuando en realidad no murió ninguna».

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