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Islas mínimas

Islas mínimas

Salvadora Vila rememora su trabajo en el motor del Noy de Massanassa, cuando la Albufera bullía de vida y le bastaban tres trampas para comer de lo que pescaba y cazaba

VICENTE LLADRÓ

Sábado, 19 de diciembre 2015, 23:23

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valencia. Las ranas se quedaban quietas al deslumbrarlas con la linterna y las cogía con las manos. Unas las vendía a un laboratorio, para realizar experimentos, y otras las repartía por bares y casas particulares, «perque frexidetes están molt bones». Salvadora Vila era una gran experta en la Albufera. Experta y enamorada del lago, de su paisaje, de su quietud y de la plenitud de vida que bullía entonces, varias décadas atrás, cuando vivía gran parte del año en el motor del Noy, con su marido, Miguel, que era el encargado de mantenerlo en marcha para regular el nivel del agua del 'tancat'.

El motor del Noy, en el marjal de Massanassa, es una de tantas islas mínimas que pueblan los arrozales alrededor de la Albufera. Islotes que hoy apenas se llenan de vida como antaño, salvo en momentos de plenas tareas del cultivo y recolección del arroz, que ahora está muy industrializado para mantener la rentabilidad. Pero entonces era muy distinto; los islotes estaban habitados gran parte del año y los pobladores de la Albufera eran gente hábil que se ganaba la vida entre canales, motas y sus ínfimos islotes.

Salvadora aprendió a pescar a lo grande viendo cómo lo hacía Miguel, que era pescador profesional, pero antes, de pequeña, ya era muy diestra en pillar pescado menudo que se quedaba atrapado entre los charcos de los campos cuando se retiraba la inundación de la 'perelloná'. Era la 'morulleta', que cogía con las manos y se la llevaba a su madre. Había tanta que hombres y mujeres pregonaban su venta a voces por las calles de los pueblos: «¡Dones, morulla...!»

Para intentar ganarse mejor la vida, Salvadora probó la aventura de emigrar. Siguió los pasos de una amiga que se había empleado en Zurich y le buscó trabajo. Todavía viaja cada año a Suiza para visitarla, pero casi seis décadas atrás, Salvadora regresó a su casa en Catarroja al poco tiempo. Tenía morriña de su Albufera. Para terminar de convencerse de que debía volver se produjo una anécdota definitiva. Un día, para que se entretuviera, su amiga le dio a leer un libro. Era 'Cañas y barro' de Blasco Ibáñez y Salvadora se puso a llorar, porque todo lo que describía don Vicente, ella lo conocía de primera mano y sintió que no podía estar más tiempo lejos.

Esta mujer valiente, que a sus 77 años mantiene una jovialidad envidiable y no se corta un pelo por hablar claro, aprendió a cazar patos sin pegar un tiro y se las apañó para ser prácticamente autosuficiente con su marido. Tanto que «prácticamente ahorrábamos el jornal de Miguel, porque él pescaba anguilas y lisas que vendía, mientras que yo me las apañaba para tener un trocito de huerta en la mota del barranco y con poner tres trampas tenía siempre carne y pescado para la cocina».

Miguel era 17 años mayor que ella y falleció hace 13 años. Cuando se casaron no tuvieron luna de miel. Les bastó retirarse al motor. A Salvadora se le enturbian los ojos al recordar lo felices que eran en medio del lago. Cuando intentamos llegar hasta aquel islote avisa de que «igual me pongo a llorar como una tonta, porque hace años que no vuelvo por aquí». Pero no podemos llegar, las cadenas cierran los caminos cuando alcanzamos la zona de inundación y no tenemos barca para adentrarnos hacia las pequeñas islas que permanecen como mudos testigos rodeados de agua.

Del molino recogía «pallús en quatre grans d'arrós» que usaba de cebo para cazar patos, 'polletes' i 'foxes'. «Els patos se peleen per un grá d'arrós -explica-, escarben i baix está el cep; jo estava fent el dinar per la casa, escoltava 'xap, xap, xap' i pensava: ja ha caigut uno». Al lado preparaba «tres boqueretes d'aigua en mornells i els omplia d'anguiles; i també agafavem gambeta, rabosetes, blanquets platejats... Alló era una festa, no com hui, que tots son tan ecologistes però l'Albufera está morta».

Un año, a primeros de septiembre, en vísperas de la siega, las lluvias torrenciales hincharon el barranco del Poyo y lo inundaron todo de repente. El tancat del Noy está casi en la desembocadura y el motor quedó más islote que nunca. Salvadora sacó de la riada como pudo a los dos hijos pequeños, en coche y por la mota, pero Miguel, cuando los vio a salvo, se quedó a pescar porque veía el panorama propicio, «y llenó la barca de anguilas, más que en la vida».

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