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El monolito, de 348 metros de altura y propiedad de los aborígenes, recibe al año la visita de 300.000 turistas.
Se ve, pero no se pisa

Se ve, pero no se pisa

Australia prohibirá desde octubre de 2019 el ascenso a uno de sus símbolos, el monolito rojo Uluru, para que nadie profane la montaña sagrada de los aborígenes

Javier gUILLENEA

Miércoles, 1 de noviembre 2017

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Pisotear un símbolo sagrado puede ser emocionante para quien lo hace, pero no para quien lo venera. Y si ese símbolo es una enorme roca cuya cima es hollada año tras año por cientos de turistas que al mínimo despiste llenan sus bolsillos de piedras para llevárselas de recuerdo, se entenderá el estado de ánimo de los dueños del terreno.

Los Anangu, aborígenes propietarios del Uluru, también conocido como Ayers Rock, el monolito más grande del mundo y uno de los iconos de Australia, han luchado desde 1985 para eliminar el incesante flujo de turistas deseosos de afrontar todo tipo de sufrimientos para poner sus pies en suelo sagrado, sacarse un 'selfie' en lo más alto y descender a tierra firme más muertos que vivos. Ha costado, pero los esfuerzos de los Anangu se han visto al fin recompensados con la decisión adoptada ayer por las autoridades australianas de prohibir a partir de octubre de 2019 el acceso de personas al monolito. Con esta medida se pretende evitar que el Uluru «se convierta en un parque temático» sin respeto por el profundo significado cultural de la gigantesca piedra roja.

Con sus 348 metros de altura incrustados en mitad de un abrasador desierto en el Parque Nacional Ulluru-Kata Tjuta, los colores cambiantes del Uluru atraen como moscas a 300.000 turistas al año. A pesar de que está oficiosamente prohibido el ascenso hasta la cima para no profanarla, este detalle no arredra a un elevado número de aventureros, que desoyen las advertencias de los aborígenes y se encaminan hacia lo alto. La empresa no es fácil, como han podido comprobar los numerosos viajeros que han perdido la vida en el empeño. Pese a que el ascenso dura aproximadamente una hora, las elevadas temperaturas, que pueden alcanzar los 46 grados en verano, causan estragos entre los escaladores.

Los Anangu, dueños de la enorme roca, no quieren que se convierta en un parque temático

Lo que sí tienen terminantemente vetado los turistas es llevarse piedras o arena de recuerdo. Para reforzar el efecto disuasorio de las multas que se imponen a los infractores, los Anangu se encargan de difundir historias sobre las fatalidades que perseguirán a quienes saqueen su montaña sagrada. Estas advertencias funcionan a medias. No siempre impiden los robos pero, al parecer, sí que son efectivas las maldiciones. Cada día se reciben en el parque paquetes con piedras robadas por turistas que confiesan que, desde entonces, les ha perseguido la mala suerte.

El Uluru es una inmensa mole de 600 millones de años, una gigantesca muela que se hunde 2.500 metros en la tierra. Para los Anangu, la montaña está íntimamente ligada a sus orígenes, su relación con la naturaleza y su futuro. Gran parte de la fascinación que ejerce se debe a los sorprendentes cambios de color de la roca, que, según le dé el sol y la suspensión de polvo que haya en el aire, pasa del ocre a un rojo intenso visible a muchos kilómetros de distancia.

El monolito fue visto por primera vez por un occidental en 1873, año en el que fue bautizado como Ayers Rock. Desde entonces, miles de pies han profanado suelo sagrado. Cuando la prohibición entre en vigor, los dioses descansarán tranquilos.

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