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Berlín limita las estancias cortas y el alquiler de pisos enteros. Además promueve que los vecinos denuncien a quienes alojen a huéspedes molestos.
Mi casa es un hotel

Mi casa es un hotel

El alquiler de viviendas a turistas ha llegado para quedarse. En San Sebastián, Málaga, Alicante o Barcelona estas plazas ya superan a las hoteleras. El sector tradicional les ha declarado la guerra

guillermo elejabeitia

Domingo, 10 de julio 2016, 16:04

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Hay toda una generación de viajeros que hace tiempo que no pisa una habitación de hotel. La posibilidad de alojarse en un coqueto apartamento del Born barcelonés o en un ático de Brooklyn a cambio de un módico precio ha removido los cimientos de la industria turística internacional. En tan solo ocho años de vida, la plataforma de alquiler de alojamientos particulares Airbnb ya vale más que la mayor cadena hotelera del mundo (Marriot), sin tener ni una sola habitación en propiedad. «Permite disfrutar de las ciudades como si vivieras en ellas, te sientes menos turista», dicen sus defensores, y están en lo cierto. Pero sus detractores, que no son pocos, denuncian que está propiciando que los precios de arrendamiento salten por las nubes en algunas capitales, por no hablar de las molestias que genera tener unos vecinos que casi siempre están de vacaciones.

El mayor éxito empresarial de la llamada economía colaborativa arrancó en 2008 en San Francisco, cuando Brian Chesky y Joe Gebbia, dos diseñadores a los que les costaba pagar sus facturas, decidieron poner un par de colchones en su casa y alquilarlos durante un congreso que había copado todas las plazas de la ciudad. Funcionó tan bien que no tardaron en darse cuenta que la actividad podía ser un filón exportable a todo el mundo. No se equivocaban. Airbnb ofrece ya más de 2 millones de propiedades en 34.000 ciudades de 191 países. Vale 26.500 millones de euros y su salida a bolsa es inminente.

España, con más de 70.000 anfitriones, es el tercer mercado más importante para la compañía. No solo porque es una gran potencia turística, sino también porque durante la crisis muchos han visto en este sistema una tabla de salvación para su economía. «Alquilo mi casa los fines de semana y me voy a la de un amigo, con lo que gano consigo pagar la hipoteca, de lo contrario no se si sería capaz», cuenta Jorge, que vive en 45 metros cuadrados en el barrio madrileño de Malasaña. Ese es precisamente el espíritu que impulsa la empresa, que se precia de «ayudar a la gente a llegar a fin de mes».

Pero lo que nació como un lugar de encuentro entre hospitalarios anfitriones y viajeros románticos ha servido también de paraguas para una actividad económica que a veces escapa al control de la administración. Alrededor del 30% de los anuncios corresponden a operadores que cuentan con más de una propiedad y hay gente que gestiona 14. Está claro que en ese caso no estamos ante un anfitrión ganándose un dinerillo con la habitación de invitados, sino ante un negocio encubierto.

«Es competencia desleal», claman los grandes grupos, que han visto como estos dos chavales de San Francisco se quedan con una parte cada vez más grande del negocio turístico. Se calcula que para 2020 la plataforma recibirá unos 500 millones de reservas por noche. Y no es la única; en ese segmento también operan otros portales como Niumba o HomeAway.

En Murcia los pisos particulares representan ya el 40% de la oferta total de alojamiento de la comunidad, en Andalucía son el 32% y en el País Vasco la cifra está en torno al 25%. En ciudades como San Sebastián, Barcelona, Alicante o Málaga ya han superado al número de plazas hoteleras. Su precio medio es de 92,7 euros, similar a lo que puede costar una habitación doble en un establecimiento tradicional. «Somos perfectamente compatibles con los hoteles», sostiene el director de Airbnb en España y Portugal, Arnaldo Muñoz. Con las cifras de ocupación en la mano, asegura que «los hoteles ya se llenan sin bajar las tarifas, así que todos aportamos al crecimiento turístico».

Pero ese incremento está suponiendo un desafío para muchas ciudades, que todavía no saben cómo domesticar un fenómeno con consecuencias para sus habitantes. La más evidente son las molestias que puede ocasionar a los vecinos el trajín constante de viajeros con sus maletas de ruedas, sus voces o sus fiestas. En la Barceloneta, la situación ha llegado a cotas indignantes, hasta el punto de que se han manifestado varias veces para poner coto al turismo de borrachera. «Es como vivir en un albergue para jóvenes, han orinado en mi balcón, han prendido fuego a mi colada y alguien defecó en la entrada del edificio», se queja un vecino.

500 euros al mes

Pero mucho peor que pasar una noche sin dormir es que el precio de los alquileres suba de forma desorbitada en determinadas zonas inflado por lo que los expertos llaman ya el efecto Airbnb. La perspectiva de sacarle un rendimiento que puede llegar a los 1.200 euros al mes han elevado los precios en barrios como El Raval, cuyos habitantes tienen una renta por debajo de la media. No son pocos los que han tenido que dejar sus casas, y lo mismo está empezando a pasar en el Poble Sec.

El gobierno municipal ha emprendido una lucha sin cuartel contra una actividad que la concejal Gala Pin llegó a calificar de «cáncer». Hace menos de una semana, el gabinete de Ada Colau anunció que multará con 600.000 euros a las páginas web que anuncien pisos sin licencia de forma «reincidente». En los últimos meses ha realizado más de 6.000 inspecciones y ha dictado 604 órdenes de clausura.

La mayoría de usuarios de la plataforma, sin embargo, apenas llega a facturar 500 euros al mes, y «las empresas que nos usan como canal de comercialización deben cumplir la normativa sectorial», recuerdan desde Airbnb. Pero las instituciones les exigen colaboración contra el fraude y más mecanismos de control.

En Madrid tienen que registrarse como empresa turística y lucir una placa visible, además de cumplir la normativa sectorial del turismo en seguridad, accesibilidad o medio ambiente. Berlín limita las estancias cortas y el alquiler de propiedades enteras, lo que devuelve el servicio al ideal originario de compartir casa con el anfitrión. Pero además permite que los vecinos denuncien de forma anónima a quienes arriendan de forma irregular. «En el apartamento de al lado han llegado a alojarse 20 personas -dice uno de los delatores-, no soy ningún chivato, solo intento que no me quiten mi casa, mi barrio, mi gente».

En el estado de Nueva York, el Senado elabora un proyecto de ley para impedir que se arrienden pisos completos por menos de 30 días, aunque se estima que no se cumplirá en un tercio de los casos. El objetivo es evitar la compra de inmuebles con fines comerciales para que no suban los precios, pero la medida supondría un dardo en la línea de flotación de la compañía: más de el 50% de los usuarios demanda una vivienda entera. Incluso en la ciudad que vio nacer el proyecto también hay guerra. Hace una semana Airbnb denunciaba a San Francisco por una ley que dejaría fuera de normativa la mayoría de las casas que se anuncian en esta ciudad.

Asediada por legislaciones muy dispares en distintos puntos del planeta, la compañía reclama un marco jurídico estable. La Comisión Europea ha salido en defensa de la economía colaborativa recomendando a las administraciones que contemplen la prohibición como último recurso. A pesar de las reticencias de hosteleros e instituciones, no parece que esta nueva forma de viajar haya venido solo a pasar unos días.

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