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Sergio Batisse, un gigante con mucho ritmo

Sergio Batisse, un gigante con mucho ritmo

Mide metro noventa y uno y luce tal envergadura que podría arrebatarle cualquier jirón de gracia. Nada más lejos de la realidad. Cuando sus manos acarician la guitarra sale a relucir una sensibilidad insospechada y la vida a su lado se vuelve rock, soul, country y blues

Ramón Palomar

Viernes, 14 de abril 2017, 17:23

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El rock es una actitud, una pulsión que nace en las entrañas y puede mantenerse toda la vida hibernada. O no. Porque a lo mejor un día esos vapores internos necesitan encontrar sus respiraderos y entonces afloran como ese humo expulsado desde las chimeneas de las locomotoras de nuestros westerns favoritos. En los singulares terrenos del rock puedes adoptar una pose sentimental y pasiva o una pose también sentimental pero activa; esto es, un buen día decides que tú puedes subirte sobre un escenario para ofrecer conciertos eléctricos al público que, en general, te aplaude desde abajo. No es fácil cruzar esa frontera, entre otras cosas porque te verás obligado a dar la talla como cantante o como músico. Y si encaminas tus instintos hacia un instrumento, ya puestos, se recomienda aprender hasta convertirte en un virtuoso pues de ese modo nadie te toserá, que ya sabemos que el rock no es sino una gran gallera donde los espolones son los egos y donde casi todos aspiran a convertirse en el gallo del corral. Sergio Batisse, valenciano de pura cepa, es un excelente guitarrista de rock, soul, country y blues. Con esta retahíla de estilos ya les estoy indicando que no sólo estamos ante un virtuoso, sino ante un tipo de manos como botijos que destaca por su versatilidad.

De entrada impone su altura. Uno noventa y uno, mide este guitarrista. Además no estamos ante un hombre esbelto de corte digamos fideo, no. La morfología de Sergio es la de un auténtico grandullón y, si concedemos algún crédito a los tópicos, estos nos sugieren que los grandullones son seres torpes pues su propio gigantismo les arrebata cualquier jirón de gracia. Igual es la excepción a la regla, pero a Sergio le coloca usted una guitarra entre los brazos y se convierte en un tipo tan sensible como el bailarín Nureyev practicando pasos de cisne. Acaricia su instrumento hasta arrancarle melodías de todos los colores.

Sergio Batisse sintió la llamada de la guitarra eléctrica a los catorce años tras descubrir al recién difunto Chuck Berry. Fueron los acordes del Johnny B. Good lo primero que, de una forma autodidacta, aprendió. Siguió rascando acordes así como a la buena de Dios hasta que, con diecinueve años, como el gusanillo rockero no desaparecía, escogió su primer profesor, Jorge Lario. No le olvida porque Jorge le enseñó a leer solfeo y le explicó los primeros rudimentos. Practicó. Mejoró. Perfiló sus dedos. Se aplicó. Volvió a practicar.

La portada de un disco de los Stray Cats le llevó a renunciar a su actitud de pasivo consumidor para trasladarse a la de músico activo. Vio esa portada, se iluminó y decidió crear su primera banda. Con esa formación primeriza recorrió garitos locales. Tocar a cambio de birras. Tocar para curtir el ánimo. Tocar para foguearse. Le hechizó la experiencia pero quería avanzar, de ahí que entendiese la importancia del aprendizaje y, esta vez, para ampliar horizontes, se convirtió en discípulo del extraordinario guitarrista de jazz Joan Soler. Fue Joan quien le ordenó las ideas y gracias a él comprendió que podía ganarse las habichuelas como músico profesional. Y es que, hasta ese momento, queridos lectores dominicales, mucho rocanrol y mucha guitarra eléctrica en la rutina de Sergio pero éste se ganaba muy bien la vida como ejecutivo en una gran empresa relacionada con la iluminación. Era joven, ingresaba sueldazo y estaba casado. Viajaba hasta China, Frankfurt, Milán y otras ciudades para asistir a ferias del ramo y negociar, comprar, vender, solucionar y firmar jugosos contratos. La pasta gansa fluía anegando sus bolsillos. Sin embargo el diabólico rock no cesaba de roer sus vísceras, ay...

Y entonces, la tormenta perfecta. Sergio observó a lo lejos los nubarrones que anunciaban la tempestad de la crisis y se olió la jugada. Aquellos años locos se disolverían como lágrimas bajo la lluvia. Por lo tanto, sin los consejos de pequeño saltamontes de un librillo de autoayuda, decidió reinventarse y convertirse en un profesional de la música. Se apartó de la galaxia empresarial antes del naufragio general y aplicó responsabilidad y criterio a su nueva aventura. Por si acaso le fallaba la onda rockera, en su calidad de virtuoso se apuntó a orquestas de verano donde jamás falla el sueldo. Colmaba sus apetitos íntimos en formaciones como Eisenhowers (practicaban country y una gira les trasladó hasta un festival en Berlín), Los Criminales, Los Tarantinos, Mister Smith, Souldealers y, sobre todo, la exitosa Vevas Band, donde sospecho que disfruta como un enano precisamente él que es un rascacielos. Pero no descuidó, al principio, compaginar esos combos con los recorridos que le arrastraron hacia la España profunda de fiestas, vaquillas y mucho tractor amarillo. «En algunos pueblos tratan mejor a la vaquilla que a los músicos...», me dijo en una ocasión. Por suerte, vaquillas hace tiempo que no ve porque sólo el rock ocupa su talento. Y sus ganancias, sólo con el rock, casi se equiparan a lo que arramblaba en sus tiempos de ejecutivo más o menos agresivo. Sergio Batisse se arriesgó y la jugada no le salió nada mal. Y desde Valencia. ¿Quién dijo miedo?

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