El Rey Don Juan Carlos I ha abdicado, transfiriendo la Corona a su hijo Don Felipe. Nos encontramos ante un hecho tan inesperado como relevante. Creo que nadie en España esperaba este suceso, ni siquiera los más cercanos a la Familia Real, ni los abundantes especialistas en los chismes de palacio. Ha habido multitud de ocasiones en que el Rey ha tenido que ser tratado hospitalariamente -nueve veces en los últimos cinco años- por causas graves, incluida la extirpación de un lóbulo pulmonar, que justificarían una abdicación y, sin embargo, el Rey continuó en ejercicio, y hasta muchos apreciaban en él una notable mejoría en su salud últimamente. El Rey, en todo caso, daba claras manifestaciones de fatiga física y es posible que la existencia también de una fatiga psíquica le haya llevado a adoptar la trascendente decisión.
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Pero, cualquiera que fuere el motivo que haya llevado al monarca a adoptar esta decisión, es evidente que se dan en este momento en España circunstancias que son motivo de seria preocupación y que no es excluible que el conjunto de ellas haya tenido una influencia grande en la decisión. No es despreciable el hecho de que el Rey -durante mucho tiempo la institución más rapreciada del cuadro constitucional- hubiese caído en el bajísimo índice de popularidad y respeto que hoy afecta a la práctica totalidad de las instituciones políticas españolas, de todos los niveles de gobierno. Sucesos recientes, como la aparente implicación de su hija y su yerno en casos de corrupción y evasión fiscal, así como la accidentada caza de elefantes en Botsuana, han empañado el prestigio del que gozaba el Rey. Prestigio que el monarca adquirió costosamente a lo largo del periodo de la transición política de la dictadura franquista a la democracia actual y durante el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 -lo que todo el mundo reconoce-, pero también por la actuación política ponderada, 'moderada', como exige el mandato del Art. 56.1 de la Constitución, que ha caracterizado su largo reinado; cosa que algunos, sin embargo, se niegan a reconocer.
Pero esos mismos hechos y circunstancias políticas vienen precisamente a dar mayor trascendencia y a agravar las hipotéticas consecuencias de la dimisión del Rey; pues ésta añade un punto más a la debilitada estructura institucional del Estado y de su desprestigiada clase política. ¿Es éste, pues, el momento más oportuno para presentar la abdicación?
La situación política actual en España viene caracterizada por la extrema debilidad de los partidos tradicionales de ámbito estatal, PP y PSOE, que han perdido en conjunto más de cinco millones de votos, pasando de representar el 80,9% de los votantes españoles a sólo el 49,1% en las últimas elecciones al Parlamento Europeo. A ello se debe añadir, en el caso del PSOE, la grave inexistencia de una dirección potente y la falta de un posicionamiento o programa político claro, además de sus divisiones internas y escisiones (en el caso de Cataluña); y en ambos casos -PP y PSOE- los innumerables casos de corrupción casi institucionalizada. Todo ello, en su conjunto, hace que el sistema político nacido de la Constitución de 1978 sea más débil que nunca. ¿Ha tenido esto en cuenta el Rey? ¿Ha pensado que, precisamente en estas circunstancias, era necesario el cambio y que el nuevo monarca, Don Felipe, podría dar ese refuerzo necesario al actual sistema político?
Algunos piensan que no, que lo necesario en este momento es dar punto y final al sistema constitucional de 1978, aprovechando su debilidad coyuntural y la abdicación de quien es precisamente el símbolo de la unidad y permanencia del Estado, en los términos del mencionado Art. 56.1 de la Constitución. Así, desde grupos antisistema hasta separatistas catalanes y vascos, pasando por republicanos tradicionales, o sentimentales, todos ellos parecen frotarse las manos de alegría ante las puertas que -creen- se abren a la ruptura de la Constitución de 1978.
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Sin embargo, cometen un grave error. Es posible que muchos españoles estén -estemos- muy descontentos con el panorama político que tenemos ante nuestros ojos y que nos gustaría realizar algunos cambios en la estructura, por ejemplo en el sistema electoral o de representación política; en el sistema de nombramiento de algunas instituciones; en la organización territorial del Estado; en la organización y funcionamiento de la justicia; en el sistema de incompatibilidades entre el ejercicio de la política y otras funciones públicas -principalmente, la jurisdiccional-, antes y después de su ejercicio; en la transparencia de las cuentas y funciones públicas; en la apertura del sistema -partidos políticos incluidos- a vías directas y más fluidas de participación de los ciudadanos, etcétera. Pero, por encima de todo esto, creo que los ciudadanos españoles valoramos la estabilidad y la paz que nos ha dado -y nos da- el actual sistema político y el consenso que dio origen al mismo, y no sólo admitiremos su reforma únicamente a través de un consenso político igual, sino que nos opondremos a la demagogia, el populismo oportunista y los caprichos políticos coyunturales que pretenden romper de manera frívola el sistema político que ha dado a España el periodo más largo de estabilidad política, desarrollo económico y disfrute pleno de los derechos fundamentales de toda nuestra historia política. Reformas sí, cuando haya consenso político y en aquellos aspectos en los que lo haya; ruptura y saltos en el vacío que provoquen la confrontación, no.
Ahora, de manera inmediata, otras cosas requieren la atención, como el papel que ha de corresponder al monarca abdicado y a su esposa, la actual Reina Doña Sofía, la autorización por las Cortes de la abdicación, la disolución de la actual Casa del Rey, el juramento del actual Príncipe de Asturias, la regulación del papel de su esposa, la futura Reina Letizia... Aspectos que debían haber sido regulados por una ley orgánica, pero que nunca llegó a ser aprobada.
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Quizá el nuevo monarca sea un pilar para la realización de las reformas que el sistema necesita, como su padre lo fue para las reformas que trajeron consigo la transición a la democracia y la Constitución de 1978. Si ello es así, si la paz y el consenso acompañan a los cambios, sólo cabe decir: «El Rey ha abdicado ¡Viva el Rey!».
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